lunes, 11 de octubre de 2010

Rollo tremendo, y fotos de los macarons, menda, dos burritos franceses, los cátaros y el castillo de Montségur













El nombre «cátaro» viene probablemente del griego καθαρός (kazarós): ‘puro’. Otro origen sugerido es el término latino cattus: ‘gato’, el alemán ketter o el francés catiers, asociado habitualmente a "adoradores del diablo en forma de gato" o brujas y herejes. Una de las primeras referencias existentes es una cita de Eckbert von Schönau, el cual escribió acerca de los herejes de Colonia en 1181: «Hos nostra Germania cátharos appéllat».(Pero a mí esto de los gatos me parece una gilipollada)
Los cátaros fueron denominados también albigenses. Este nombre se origina a finales del siglo XII, y es usado por el cronista Geoffroy du Breuil of Vigeois en 1181. El nombre se refiere a la ciudad occitana de Albi (la antigua Álbiga). Esta denominación no parece muy exacta, puesto que el centro de la cultura cátara estaba en Tolosa (Toulouse) y en los distritos vecinos. También recibieron el nombre de «poblicantes», siendo este último término una degeneración del nombre de los paulicianos, con quienes se les confundía.
También era llamada "la secta de los tejedores" por el hecho de ser los tejedores y vendedores de tejidos sus principales difusores en Europa occidental.
El catarismo llegó a Europa occidental desde Europa oriental a través de las rutas comerciales, de la mano de herejías maniqueas desalojadas por Bizancio. Estas herejías se asentaron en Occidente y se propagaron por distintos países. Por ello, los albigenses recibían también el nombre de búlgaros (Bougres) y mantenían vínculos con los bogomilos de Tracia, con cuyas creencias tenían muchos puntos en común y aún más con la de sus predecesores, los paulicianos. Sin embargo, es difícil formarse una idea exacta de sus doctrinas, ya que existen pocos textos cátaros. Los pocos que aún existen (Rituel cathare de Lyon y Nouveau Testament en provençal) contienen escasa información acerca de sus creencias y prácticas.
En "El nombre de la Rosa" se hace referencia a estas herejías varias. Y como inciso que me parece interesante, Rasputín (quién no sabe quiien es...) habiendo nacido en Siberia, era de la secta, o herejía, como se quiera llamar, de los "bogomili", que en ruso quiere decir "los amados de Dios" (bog=Dios, y mili=querido). Toma ya. Juro que no me lo he inventado.

Los primeros cátaros propiamente dichos aparecieron en Lemosín entre 1012 y 1020. Algunos fueron descubiertos y ejecutados en la ciudad languedociana de Toulouse en 1022. La creciente comunidad fue condenada en los sínodos de Charroux (Vienne) (1028) y Tolosa (1056). Se enviaron predicadores para combatir la propaganda cátara a principios del siglo XII. Sin embargo, los cátaros ganaron influencia en Occitania debido a la protección dispensada por Guillermo, duque de Aquitania, y por una proporción significativa de la nobleza occitana. El pueblo estaba impresionado por los Perfectos y por la predicación antisacerdotal de Pedro de Bruys y Enrique de Lausanne en Périgord.
[editar] Creencias
La herejía cátara tenía sus raíces religiosas en formas estrictas del gnosticismo y el maniqueísmo. En consecuencia, su teología era dualista radical, basada en la creencia de que el universo estaba compuesto por dos mundos en absoluto conflicto, uno espiritual creado por Dios y otro material forjado por Satán.
Los cátaros creían que el mundo físico había sido creado por Satán, a semejanza de los gnósticos que hablaban del Demiurgo. Sin embargo, los gnósticos del siglo I no identificaban al Demiurgo con el Diablo, probablemente porque el concepto del Diablo no era popular en aquella época, en tanto que se fue haciendo más y más popular durante la Edad Media.
Según la comprensión cátara, el Reino de Dios no es de este mundo. Dios creó cielos y almas. El Diablo creó el mundo material, las guerras y la Iglesia Católica. Ésta, con su realidad terrena y la difusión de la fe en la Encarnación de Cristo, era según los cátaros una herramienta de corrupción.
Para los cátaros, los hombres son una realidad transitoria, una “vestidura” de la simiente angélica. Afirmaban que el pecado se produjo en el cielo y que se ha perpetuado en la carne. La doctrina católica tradicional, en cambio, considera que aquél vino dado por la carne y contagia en el presente al hombre interior, al espíritu, que estaría en un estado de caída como consecuencia del pecado original. Para los católicos, la fe en Dios redime, mientras que para los cátaros exigía un conocimiento (gnosis) del estado anterior del espíritu para purgar su existencia mundana. No existía para el catarismo aceptación de lo dado, de la materia, considerada un sofisma tenebroso que obstaculizaba la salvación.

Los cátaros también creían en la reencarnación. Las almas se reencarnarían hasta que fuesen capaces de un autoconocimiento que les llevaría a la visión de la divinidad y así poder escapar del mundo material y elevarse al paraíso inmaterial. La forma de escapar del ciclo era vivir una vida ascética, sin ser corrompido por el mundo. Aquellos que seguían estas normas eran conocidos como Perfectos. Los Perfectos se consideraban herederos de los apóstoles, con facultades para anular los pecados y los vínculos con el mundo material de las personas.

Normalmente la ceremonia de eliminación de los pecados, llamada consolamentum, se llevaba a cabo en personas a punto de morir. Después de recibirlo, el creyente era alentado para dejar de comer a fin de acelerar la muerte y evitar la "contaminación" del mundo (la endura, suicidio ritual por inanición).

Negaban el bautismo por la implicación del agua, elemento material y por tanto impuro, y por ser una institución de Juan Bautista y no de Cristo. También se oponían radicalmente al matrimonio con fines de procreación, ya que consideraban un error traer un alma pura al mundo material y aprisionarla en un cuerpo. Rechazaban comer alimentos procedentes de la generación, como los huevos, la carne y la leche (sí el pescado, ya que entonces era considerado un "fruto" espontáneo del mar).

Siguiendo estos preceptos, los cátaros practicaban una vida de férreo ascetismo, estricta castidad y vegetarianismo. Interpretaban la virginidad como la abstención de todo aquello capaz de “terrenalizar” el elemento espiritual.No se casaban ni tenían hijos, o sea, que su futuro era bastante incierto. Pero este detalle parecía no preocuparles.

Otra creencia cátara opuesta a la doctrina católica era su afirmación de que Jesús no se encarnó, sino que fue una aparición que se manifestó para mostrar el camino a Dios. Creían que no era posible que un Dios bueno se hubiese encarnado en forma material, ya que todos los objetos materiales estaban contaminados por el pecado. Esta creencia específica se denominaba docetismo. Más aún, creían que el dios Yahvé descrito en el Antiguo Testamento era realmente el Diablo, ya que había creado el mundo y debido también a sus cualidades («celoso», «vengativo», «de sangre») y a sus actividades como «Dios de la Guerra». Los cátaros negaban por ello la veracidad del Antiguo Testamento.

El consolamentum era el único sacramento de la fe cátara, con excepción de una suerte de Eucaristía simbólica, sin transubstanciación (si Cristo era una entidad exclusivamente espiritual, no encarnada, el pan no podía convertirse en el cuerpo de Cristo).

Los cátaros también consideraban que los juramentos eran un pecado, puesto que ligaban a las personas con el mundo material.

En 1147, el papa Eugenio III envió un legado a los distritos afectados para detener el progreso de los cátaros. Los escasos y aislados éxitos de Bernardo de Claraval no pudieron ocultar los pobres resultados de la misión ni el poder de la comunidad cátara en la Occitania de la época. Las misiones del cardenal Pedro (de San Crisógono) a Tolosa y el Tolosado en 1178, y de Enrique, cardenal-obispo de Albano, en 1180-1181, obtuvieron éxitos momentáneos. La expedición armada de Enrique de Albano, que tomó la fortaleza de Lavaur, no extinguió el movimiento.
Las persistentes decisiones de los concilios contra los cátaros en este periodo —en particular, las del Concilio de Tours (1163) y del Tercer Concilio de Letrán (1179)— apenas tuvieron mayor efecto. Cuando Inocencio III llegó al poder en 1198, resolvió suprimir el movimiento cátaro con la definición sobre la fe del IV Concilio de Letrán.
A raíz de este hecho, la posibilidad cada vez más real de que Inocencio III decidiese resolver el problema cátaro mediante una cruzada provocó un cambio muy importante en la política occitana: la alianza de los condes de Tolosa con la Casa de Aragón. Así, si Raimundo V (1148-1194) y Alfonso II de Aragón (1162-1196) habían sido siempre rivales, en 1200 se concertó el matrimonio entre Ramón VI de Tolosa (1194-1222) y Eleonor de Aragón, hermana de Pedro II el Católico, quien, en 1204, acabaría ampliando los dominios de la Corona de Aragón con el Languedoc al casarse con María, la única heredera de Guillermo VIII de Montpellier.
(qué rollo, por Dios)
Al principio, el papa Inocencio III probó con la conversión pacífica, enviando legados a las zonas afectadas. Los legados tenían plenos poderes para excomulgar, pronunciar interdictos e incluso destituir a los prelados locales. Sin embargo, éstos no tuvieron que lidiar únicamente con los cátaros, con los nobles que los protegían, sino también con los obispos de la zona, que rechazaban la autoridad extraordinaria que el papa había conferido a los legados. Hasta tal punto que, en 1204, Inocencio III suspendió la autoridad de los obispos en Occitania. Sin embargo, no obtuvieron resultados, incluso después de haber participado en el coloquio entre sacerdotes católicos y predicadores cátaros, presidido en Béziers en 1204, por el rey aragonés Pedro el Católico.

El monje cisterciense Pedro de Castelnau, un legado papal conocido por excomulgar sin contemplaciones a los nobles que protegían a los cátaros, llegó a la cima excomulgando al conde de Tolosa, Raimundo VI (1207) como cómplice de la herejía. El legado fue asesinado cerca de la abadía de Saint Gilles, donde se había reunido con Raimundo VI, el 14 de enero de 1208, por un escudero de Raimundo de Tolosa. El escudero afirmó que no actuaba por orden de su señor, pero este hecho poco creíble, fue el detonante que comenzó la cruzada contra los albigenses.

El Papa convocó al rey Felipe II de Francia para dirigir una cruzada contra los cátaros, pero esa primera convocatoria fue desestimada por el monarca francés, al que le urgía más el conflicto con el rey inglés Juan Sin Tierra. Entonces Pedro el Católico, que se acababa de casar, acudió a Roma en donde Inocencio III le coronó solemnemente y, de esta manera, el rey de la Corona de Aragón se convertía en vasallo de la Santa Sede, con la cual se comprometía a pagar un tributo. Con este gesto, Pedro el Católico pretendía proteger sus dominios del ataque de una posible cruzada. Por su parte, el Santo Padre, receloso de la actitud del rey aragonés hacia los príncipes occitanos sospechosos de tolerar la herejía (e incluso de practicarla), no quiso delegar nunca la dirección de la cruzada a Pedro el Católico. Posteriormente, el rey aragonés y su hermano Alfonso II de Provenza tomaron medidas contra los cátaros provenzales.
En 1207, al mismo tiempo que Inocencio III renovaba las llamadas a la cruzada contra los herejes, dirigidas ahora no sólo al rey de Francia, sino también al duque de Borgoña y a los condes de Nevers, Bar y Dreux, entre otros, el legado papal Pedro de Castelnau dictó sentencia de excomunión contra Raimundo VI, ya que el conde de Tolosa no había aceptado las condiciones de paz propuestas por el legado, en el que se obligaba a los barones occitanos no admitir judíos en la administración de sus dominios, a devolver los bienes expoliados a la Iglesia y, sobre todo, a perseguir a los herejes. A raíz de la excomunión, Raimundo VI tuvo una entrevista con Pedro de Castelnau en Sant Geli en enero de 1208, muy tempestuosa y conflictiva, de la que no salió ningún acuerdo.

Ante lo inútil de los esfuerzos diplomáticos el Papa decretó que toda la tierra poseída por los cátaros podía ser confiscada a voluntad y que todo aquel que combatiera durante cuarenta días contra los "herejes", sería liberado de sus pecados. La cruzada logró la adhesión de prácticamente toda la nobleza del norte de Francia. Por tanto, no es sorprendente que los nobles del norte viajaran en tropel al sur a luchar. Inocencio encomendó la dirección de la cruzada al rey Felipe II Augusto de Francia, el cual, aunque declina participar, sí permite a sus vasallos unirse a la expedición.

La llegada de los cruzados va a producir una situación de guerra civil en Occitania. Por un lado, debido a sus contenciosos con su sobrino, Ramón Roger Trencavel —vizconde de Albí, Béziers y Carcasona—, Raimundo VI de Tolosa dirige el ejército cruzado hacia los dominios del de Trencavel, junto con otros señores occitanos, tales como el conde de Valentines, el de Auvernia, el vizconde de Anduze y los obispos de Burdeos, Bazas, Cahors y Agen. Por otro lado, en Tolosa se produce un fuerte conflicto social entre la «compañía blanca», creada por el obispo Folquet para luchar contra los usureros y los herejes, y la «compañía negra». El obispo consigue la adhesión de los sectores populares, enfrentados con los ricos, muchos de los cuales eran cátaros.

La batalla de Béziers, que, según el cronista de la época Guillermo de Tudela, obedecía a un plan preconcebido de los cruzados de exterminar a los habitantes de las bastidas o villas fortificadas que se les resistieran, indujo al resto de las ciudades a rendirse sin combatir, excepto Carcasona, la cual, asediada, tendrá que rendirse por falta de agua. Aquí, sin embargo, los cruzados, tal como lo habían negociado los cruzados con el rey Pedro el Católico (señor feudal de Ramón Roger Trencavel), no eliminarón a la población, sino que simplemente les obligaron a abandonar la ciudad. En Carcasona muere Ramón Roger Trencavel. Sus dominios son otorgados por el legado papal al noble francés Simón de Montfort, el cual entre 1210 y 1211 conquista los bastiones cátaros de Bram, Minerva, Termes, Cabaret y Lavaur (este último con la ayuda de la compañía blanca del obispo Folquet de Tolosa). A partir de entonces se comienza a actuar contra los cátaros, condenándoles a morir en la hoguera.
Simón de Montfort era un bárbaro, muy apropiado para cargarse gente a montones, y si eran herejes , con más entusiasmo.

La batalla de Beziers y el expolio de los Trencavel por Simón de Montfort van a avivar entre los poderes occitanos un sentimiento de rechazo hacia la cruzada. Así, en 1209, poco después de la caída de Carcasona, Raimundo VI y los cónsules de Tolosa van a negarse a entregarle a Arnaldo Amalric los cátaros refugiados en la ciudad. Como consecuencia, el legado pronuncia una segunda sentencia de excomunión contra Raimundo VI y lanza un interdicto contra la ciudad de Tolosa.

Para conjurar la amenaza que la cruzada anticátara comportaba contra todos los poderes occitanos, Raimundo VI, después de haberse entrevistado con otros monarcas cristianos –el emperador del Sacro Imperio Otón IV, los reyes Felipe II Augusto de Francia y Pedro el Católico de Aragón- intenta obtener de Inocencio III unas condiciones de reconciliación más favorables. El papa accede a resolver el problema religioso y político del catarismo en un concilio occitano. Sin embargo, en las reuniones conciliares de Saint Gilles (julio de 1210) y Montpellier (febrero de 1211), el conde de Tolosa rechaza la reconciliación cuando el legado Arnaldo Amalric le pide condiciones tales como la expulsión de los caballeros de la ciudad, y su partida a Tierra Santa.

Después del concilio de Montpellier, y con el apoyo de todos los poderes occitanos –príncipes, señores de castillos o comunas urbanas amenazadas por la cruzada-, Raimundo VI vuelve a Tolosa y expulsa al obispo Folquet. Acto seguido, Simón de Montfort comienza el asedio de Tolosa en junio de 1211, pero tiene que retirarse ante la resistencia de la ciudad.

Para poder enfrentarse a Simón de Montfort, visto en Occitania como un ocupante extranjero, los poderes occitanos necesitaban un aliado poderoso y de ortodoxia católica indudable, para evitar que el de Montfort pudiera demandar la predicación de una nueva cruzada. Así pues, Raimundo VI, los cónsules de Tolosa, el conde de Foix y el de Comenge se dirigieron al rey de Aragón, Pedro el Católico, vasallo de la Santa Sede tras su coronación en Roma en 1204 y uno de los artífices de la victoria cristiana contra los musulmanes en las Navas de Tolosa (julio de 1212). También, en 1198, Pedro el Católico había adoptado medidas contra los herejes de sus dominios.

En el conflicto político y religioso occitano, Pedro el Católico, nunca favorable ni tolerante con los cátaros, intervino para defender a sus vasallos amenazados por la rapiña de Simón de Montfort. El barón francés, incluso después de pactar el matrimonio de su hija Amicia con el hijo de Pedro el Católico, Jaime –el futuro Jaime I (1213-1276), continuó atacando a los vasallos occitanos del rey aragonés. Por su parte, Pedro el Católico buscaba medidas de reconciliación, y así, en 1211, ocupa el castillo de Foix con la promesa de cederlo a Simón de Montfort sólo si se demostraba que el conde no era hostil a la Iglesia.

A principios de 1213, Inocencio III, recibida la queja de Pedro el Católico contra Simón de Montfort por impedir la reconciliación, ordena a Arnaldo Amalric, entonces arzobispo de Narbona, negociar con Pedro el Católico e iniciar la pacificación del Languedoc. Sin embargo, en el sínodo de Lavaur, al cual acude el rey aragonés, Simón de Montfort rechaza la conciliación y se pronuncia por la deposición del conde de Tolosa, a pesar de la actitud de Raimundo VI, favorable a aceptar todas las condiciones de la Santa Sede. En respuesta a Simón, Pedro el Católico se declara protector de todos los barones occitanos amenazados y del municipio de Tolosa.

A pesar de todo, viendo que ese era el único medio seguro de erradicar la "herejía", el papa Inocencio III se pone de parte de Simón de Montfort, llegándose así a una situación de confrontación armada, resuelta en la batalla de Muret el 12 de septiembre de 1213, en la que el rey aragonés, defensor de Raimundo VI y de los poderes occitanos, es vencido y asesinado. Acto seguido, Simón de Montfort entra en Tolosa acompañado del nuevo legado papal, Pedro de Benevento, y de Luis, hijo de Felipe II Augusto de Francia. En noviembre de 1215, el Cuarto Concilio de Letrán reconocerá a Simón de Montfort como conde de Tolosa, desposeyendo a Raimundo VI, exiliado en Cataluña después de la batalla de Muret.

El 1216, en la corte de París, Simón de Montfort presta homenaje al rey Felipe II Augusto de Francia como duque de Narbona, conde de Tolosa y vizconde de Beziers y Carcasona. Fue, sin embargo, un dominio efímero. En 1217, estalla en Languedoc una revuelta dirigida por Raimundo el Joven —el futuro Ramón VII de Tolosa (1222-1249), que culmina en la muerte de Simón— en 1218 y en el retorno a Tolosa de Raimundo VI, padre de Raimundo el Joven.

La guerra terminó definitivamente con el tratado de París (1229), por el cual el rey de Francia desposeyó a la Casa de Tolosa de la mayor parte de sus feudos y a la de Beziers (los Trencavel) de todos ellos. La independencia de los príncipes occitanos tocaba a su fin. Sin embargo, el catarismo no se extinguió.

La Inquisición se estableció en 1229 para extirpar totalmente la herejía. Operando en el sur de Tolosa, Albí, Carcasona y otras ciudades durante todo el siglo XIII y gran parte del XIV, tuvo éxito en la erradicación del movimiento. Desde mayo de 1243 hasta marzo de 1244, la ciudadela cátara de Montsegur fue asediada por las tropas del senescal de Carcasona y del arzobispo de Narbona.

El 16 de marzo de 1244 tuvo lugar un acto, en donde los líderes cátaros, así como más de doscientos seguidores, fueron arrojados a una enorme hoguera en el prat dels cremats (prado de los quemados) junto al pie del castillo. Más aún, el Papa (mediante el Concilio de Narbona en 1235 y la bula Ad extirpanda en 1252) decretó severos castigos contra todos los laicos sospechosos de simpatía con los cátaros.

Perseguidos por la Inquisición y abandonados por los nobles, los cátaros se hicieron más y más escasos, escondiéndose en los bosques y montañas, y reuniéndose sólo subrepticiamente. El pueblo hizo algunos intentos de liberarse del yugo francés y de la Inquisición, estallando en revueltas al principio del siglo XIV. Pero en este punto la secta estaba exhausta y no pudo encontrar nuevos adeptos. Tras 1330, los registros de la Inquisición apenas contienen procedimientos contra los cátaros.

El movimiento cátaro, con sus luces y sombras, debe analizarse en su contexto histórico. No fue aíslado sino parte de un conjunto de alternativas religiosas de la época, entre las que destacó por su gran difusión y por lo radical de su propuesta. Dichos movimientos heréticos contradecían dogmas establecidos del catolicismo, por lo que la Iglesia se esforzó en vigilarlos, regularlos y/o perseguirlos. Más allá de los intereses implicados en la cruzada y de la obvia injusticia que ésta representó, la fe cátara fue especial objeto de persecución porque (oponiéndose frontalmente al catolicismo) predicaba un dualismo absoluto, un espíritu y una materia irreconciliabes, a diferencia de otras sectas gnósticas que eran más moderadas y que recibieron una tolerancia significativamente mayor por parte de la Iglesia.

La realidad histórica del catarismo ha sido a menudo objeto de distorsión, en sentido negativo o positivo, bajo perspectivas ideológicas diversas. Algunos, como la Iglesia y otros poderes de la época, no comprendieron el descontento con el materialismo y los abusos de las instituciones religiosas y políticas subyacente en el éxito de estas herejías. Otros han idealizado a los cátaros y los describen como "cristianos verdaderos" o "cristianos evolucionados", una religión supuestamente avanzada a su época, imagen que poco tiene que ver con los cátaros reales (secta maniquea que despreciaba completamente la materia).

También se discute el papel de la mujer en el catarismo, ya que si bien existía cierto igualitarismo, así como Perfectos y Perfectas, esto no respondía a ideas avanzadas sino al rechazo total del sexo y la procreación, expresiones impuras de la materia para los cátaros y por tanto no merecedoras de consideración.

La visión, muy difundida, de una sociedad cátara languedociana pacífica y armoniosa en contraste con el resto de la sociedad feudal, dominada por nobles crueles y ambiciosos y una Iglesia embrutecida por intereses terrenales, también debe ser matizada. La sociedad civil cátara pudo ser relativamente permisiva (más por la indiferencia total hacia los asuntos mundanos que por una mentalidad abierta), pero los cátaros, como la Iglesia y los nobles, no renunciaron a ejercer sus propias formas de intolerancia y violencia religiosa. En cuanto a las simpatías de la nobleza local por los herejes, éstas se debieron al interés más que a la convicción, relación análoga a la que mantenía la aristocracia del resto de Europa con el clero católico.

La literatura esotérica ha otorgado a los cátaros el papel de guardianes de supuestos secretos legendarios (como el Santo Grial) y los ha relacionado equívocamente con los Templarios y los Hospitalarios. Algunos sectores románticos del nacionalismo occitano y catalán también han idealizado el pasado cátaro, contribuyendo todavía más a la alterada imagen que a menudo se tiene hoy de este movimiento religioso.

Los Paulicianos eran una secta semejante. Habían sido deportados desde Capadocia a la región de Tracia en el sureste europeo por los emperadores bizantinos en el siglo IX, donde se unieron con -o más probablemente- se transformaron en los bogomilos. Durante la segunda mitad del siglo XII, contaron con gran fuerza e influencia en Bulgaria, Albania y Bosnia. Se dividieron en dos ramas, conocidas como los albanenses (absolutamente duales) y los garatenses (duales pero moderados). Estas comunidades heréticas llegaron a Italia durante los siglos XI y XII. Los milaneses adheridos a este credo recibían el nombre de patarini (patarinos) (o patarines), por su procedencia de Pataria, una calle de Milán muy frecuentada por grupos de menesterosos (pataro o patarro aludía al andrajo). El movimiento de los patarines cobró cierta importancia en el siglo XI como movimiento reformista.

Aquí también se pueden ver miniaturas de la batalla de Muret, de Santo Domingo lidiando con los cátaros y de la expulsión de los mismos, desnuditos, de Carcasonne.Y de la cruz cátara, o languedociana.(Del Languedoc). Y del interior y exterior del castillo de Montségur, donde perecieron abrasados 200 cátaros, los últimos que quedaban.Hay una estela conmemoriativa de todas estas barbaridades.

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