miércoles, 8 de diciembre de 2010
Diógenes
Diógenes, conocido como El Cínico, nació en Sinope, una ciudad de la región de Paflagonia. Acusado junto a su padre de falsificar monedas, huyó a Atenas cuando éste último fue encarcelado temiendo correr la misma suerte.
Una vez allí, fue en busca de Antístenes, fundador de la escuela Cínica, pues le llamaba la atención su modo de pensar y sus enseñanzas. Cuando llegó ante él maestro, Diógenes le pidió ser su discípulo, pero Antístenes, dándole un buen golpe con su bastón, lo rechazó. Lejos de rendirse, Diógenes inclinó la cabeza ante él y le dijo: ” Pega, pega. No encontrarás bastón lo suficientemente duro para hacer que me vaya”. Esta conducta sorprendió a Antístenes, quien finalmente lo aceptó como discípulo.
Lejos de su tierra y sin recursos, Diógenes se vio en la más absoluta pobreza. Un día observó como un pequeño ratoncillo corría y saltaba, libre de miedo y preocupación a ser sorprendido; no parecía angustiado por no hallar cobijo ni alimento. Esto hizo reflexionar a Diógenes sobre su existencia. Fue entonces cuando decidió vivir tan sólo con aquello que fuera absolutamente indispensable. Sus bienes eran una jarra, una bolsa, un bastón y su famosa tinaja, donde vivía.
Diógenes trataba a todo el mundo con sarcasmo. Acusó a Platón y a sus seguidores de superficiales y frívolos. Tildaba a los grandes oradores de “esclavos de la gente”. Nadie se libraba de sus mordaces comentarios. Comía, hablaba y dormía donde y cuando le apetecía. Iba descalzo e infringía todas las “normas” de la “buena convivencia”. Un día, señalando el pórtico del templo de Júpiter, exclamó: ” Que estupendo comedor han construido los atenienses para mí!”
Solía decir, “cuando veo a los gobernantes, a los físicos y a los filósofos que tiene el mundo, me siento tentado a creer que, por su sabiduría, el hombre se encuentra por encima de las bestias. Pero cuando, por otro lado, observo a los agoreros, a los intérpretes de sueños y a los que se creen grandes por tener honores y riquezas, no puedo evitar pensar que el hombre es el más idiota de los animales”.
La parte de la Filosofía a la que Diógenes pertenecía, era a la moral, aunque nunca abandonó del todo las otras ramas de este saber.
Un día, Diógenes, comenzó a dar un discurso en plena calle sobre algo que él consideraba importante y serio para los atenienses. Pero nadie parecía escucharle. La gente pasaba de largo, sin atender a sus palabras. Entonces empezó a cantar , mejor dicho, a gorgojear y trinar como un pájaro. Pronto estuvo rodeado de una multitud que no dejaba de mirarle, asombrada. Inmediatamente, el filósofo aprovechó la oportunidad para reprocharles su actitud: ” Os paráis a escuchar como un tonto imita a un pájaro y pasáis de largo cuando un sabio os habla de cosas que deberían importaros”.
Una de sus más famosas anécdotas fue la de la linterna. En esa ocasión, paseaba el sabio de noche, con una antorcha encendida en la mano, y alguien le pregunto qué andaba buscando. Su respuesta fue: ”Busco un hombre”.
Cierta vez, Alejandro Magno pasó por Corinto y enterado de que Diógenes andaba por allí, sintió curiosidad por conocerlo. El gran Alejandro lo encontró tomando el sol, tumbado al lado de su tinaja y le dijo: “Soy el gran rey Alejandro”. “Y yo el perro Diógenes”, contestó el filósofo. “¿No me tienes miedo?”, preguntó el gobernante. “¿Eres bueno o malo?”, inquirió Diógenes. “Soy bueno”, contestó Alejandro. “Y por qué debería temer a alguien que es bueno?”, sentenció el sabio.
Alejandro Magno se quedó admirado ante las respuestas y comentarios de Diógenes. No era extraño. El sabio indigente era un hombre que parecía estar por encima de todas las preocupaciones mundanas. “¿Quién de los dos es más rico: el que se contenta con su manta y su bolsa, o aquel que teniendo un reino entero no se conforma y se expone diariamente a innumerables peligros sólo para extender sus límites?”.
Esta pregunta dejó perplejo al gran Alejandro. Los miembros de su corte se sentía muy ofendidos por el trato que recibía el filósofo por parte del gobernante, sin ni siquiera haber pisado el palacio. Alejandro, al darse cuenta de ésto, les dijo. “Si no fuera Alejandro Magno, me gustaría ser Diógenes”.
En Egina, Diógenes fue capturado y llevado al mercado de esclavos para ser vendido. No parecía preocuparle mucho la situación. Es más, sugirió a la multitud que si alguien quería un amo, lo comprasen a el. Un hombre llamado Xeniades lo compró, le encargó la educación de sus hijos, tarea que el filósofo realizó fielmente, y le otorgó la libertad.
Durante el tiempo que fue esclavo, algunos de sus amigos intentaron liberarlo. Pero Diógenes se negó, argumentando que “el león no es esclavo de quien lo alimenta; el que alimenta es esclavo del león”. Al meditar sobre su vida, Diógenes decía sonriendo que todas las maldiciones de las tragedias habían caído sobre él. No tuvo ni casa, ni ciudad, ni país, y vivió en la pobreza día tras día; pero resistió al destino con firmeza, a las reglas con la naturaleza, y a los trastornos del alma con la razón.
Algunos dicen que, llegando cerca de los noventa años, comió algo que le causó indigestión y murió. Otros, que cuando se sintió a esa edad como una carga, él mismo contuvo el aliento y causó su propia muerte.
Al lado de la tumba donde fue enterrado, el pueblo de Atenas erigió un perro de mármol blanco, en honor al apelativo que se había ganado por como vivió. Su muerte ocurrió en el primer año de las decimocuartas olimpiadas griegas, el mismo día que Alejandro Magno falleció en Babilonia.
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