miércoles, 26 de diciembre de 2012

Enterradora de vivos y muertos









                Cuando yo era niña, era por decir algo, estrambótica. Tenía unas salidas que a veces horrorizaban a mis padres y abuela, con quienes viví hasta mi boda.

                De vez en cuando les decía:”-No hay derecho. Yo voy a tener que enterrar a todo el mundo. Hasta al gato.”

                Esta reflexión, que me apesadumbraba y llevaba encima como una maldición, tenía la virtud de encolerizar a mi madre, que me reñía y me mandaba callar. Luego el tiempo me dio la razón, cosa nada rara, pues yo era allí la más joven.

                Hay chic@s ahora que tienen veinte años y no han visto un muerto en su vida. Yo a esa edad había visto por lo menos media docena, entre parientes y `padres de amigas y otros y además los animales domésticos. Como siempre he sido un monstruo, las muertes de estos últimos eran las que más me dolían. Y es que mis compañeros del alma eran mis perros y gatos. Sobre todo los gatos, pues los perros eran de mis padres, y los gatos solo míos. Con ellos podía llorar sin temor a que se chivasen, y darles todo mi amor y mi ternura.

Jerusalén desde el huerto de los olivos
                Cuando estaba triste a veces cogía el Evangelio y leía los finales, en los que se relataba la detención y tortura de Jesús. Yo no era nada beata, pero es que Jesús, Isa para los musulmanes, me daba una pena tremenda. Lo curioso es que me empezó a dar pena cuando dejé de creer que era Dios. Eso de que Jesús fuese Dios no me acababa de convencer. Así he terminado yo, convirtiéndole al islamismo. Los musulmanes creen que Isa fue un gran profeta. Yo también estoy convencida. Pero desde que le hicieron Dios, pienso yo, le hicieron la puñeta. Que todo un Dios se angustiase y llorase como lo hizo él en el huerto de los Olivos, no me parecía de recibo.Y como pensaba que era Dios, no me daba ninguna lástima. Después, muchos mártires en el circo de Roma morían felices y cantando, hasta que eran devorados por las fieras. En cambio Jesús tenía miedo. El no deseaba morir.        Estaba realmente asustado, y cuando sudaba sangre esperando a los romanos que vendrían a por él, sus discípulos se durmieron a pierna suelta, cosa que dolió a su rabbí. Les reprochó: “¿Es que no habéis podido velar ni una media hora conmigo?”. Tenía razón. Y es que se los pisaban. Sabían tan bien como él que aquello iba a terminar fatal –incluso Jesús, el día antes les había dicho que comprasen espadas para defenderse, cosa que los curas pasan de puntillas, pero que está en los Evangelios-. Luego se retractó y dijo aquello de que “El que a espada mata, a espada muere”.              Pero era verdad, y en los textos cristianos figura que San Pedro, con su espada, le cortó una oreja a un romano. No era normal que un “civil” se pasease por Judea con espada en una colonia del Imperio Romano.

                Cuando se sufre y se está solo, el sufrimiento es mucho más grande. Y los discípulos de Isa eran unos inútiles.

                La mayoría de los santos canonizados por la Iglesia tenían más valor y entereza, pero Jesús estaba aterrado. Y no es para menos. No recuerdo qué escritor o filósofo dijo que “Jesús era el Dios más grande inventado por los hombres”.Ni Zeus, ni Krihsna, ni ninguna otra deidad mostró nunca el menor temor. Desde luego, los que divinizaron a Jesús son dignos de admiración. Pero estas debilidades son las que lo hacen más simpático.

                Yo ya no recuerdo por qué he empezado esto. A veces, cuando estoy triste lo único que me salva es eso, venir al ordenata y escribir.

                Jesús estaba solo, siempre lo estuvo. Se llevaba mal con su familia, que no le entendía, y sus discípulos le querían, sí, pero a su manera. Y no le entendían en absoluto. Es raro que ningún teólogo (al menos yo no lo conozco) no haya hecho una tesis sobre la soledad de Isa bin Mariam.

                Una cosa que le alabo a los musulmanes y siempre lo he hecho, aún antes de ser una de ellos, es la intolerancia hacia la representación de la figura del Profeta. Recuerdo que en el colegio nos vendían unas estampitas horrorosas, en las que Jesús estaba representado por un ser cursi y almibarado, de tirabuzones rubios, labios rojos  y ojos azules. Pero qué barbaridad.Me ponía furiosa. Después se han corregido, pero aquellas imágenes me parecían un horror y hasta incluso un pecado.

                Mi padre, que también  estaba bastante solo y además era andaluz, me cantaba cuando niña, con su bonita voz una canción que pongo aquí en una versión modernizada pero que me parece muy aceptable. Es “Juan Simón el Enterrador”. También otro hombre solo, al perder su corazón.

                Y es que los humanos estamos muy solos, desde que nacemos hasta que morimos.

                A veces me ha llamado la atención el eterno posesivo que pesa sobre la muerte de cada uno. Se dice “la muerte ‘de’ mi padre”, o “la muerte ‘de’ Miguel”, o ‘mi’ muerte. Y es que es una e intransferible para cada uno de los que habitamos esta tierra , personas y animales. Cada uno lleva a cuestas su propia muerte, además de las de sus seres queridos, personas y animales, y este peso lo llevaremos hasta que exhalemos nuestro último suspiro, esperando con él llegar a alguna lejana y extraña tierra de promisión.

                Ay Dios.


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