martes, 26 de marzo de 2013

Los estragos de la virtud -4-





            Sigo aquí contando mis peripecias en el colegio de Las Teresianas –hoy Pedro Poveda-. Cuando decía a alguien que estaba en ese lugar, siempre me contestaban: “¡Oh, qué bien, qué suerte el poder ir a un colegio tan progre!”          . Entonces no se usaba la palabra esta, pero lo decian de otra manera, moderno o algo así, y yo me hacía cruces internamente pensando que como serían los demás.

            Yo era muy sufrida, y nunca me quejaba de nada. Cuando entré en aquel sitio yo tenía seis años, y cuando salí  , dieciséis. O sea, que no perdí ni un curso, porque fui hasta terminar lo que antes era el bachiller superior. Se me hicieron eternos esos diez años. Yo no había podido ir antes al colegio, porque a los 3 años, nada más llegar de Zaragoza, donde nací, y donde tenía una salud de hierro, pues fue llegar a Mallorca y empezar a enfermar. Desde los 3 años hasta los 6 tuve varias enfermedades graves, y dos veces los médicos les dijeron a mis padres que ya podían ir haciéndose a la idea de que yo la iba a cascar, y que eran aún muy jóvenes y podrían  tener más hijos. Pero yo debía de ser más resistente de lo que parecía, y no me morí. Mi madre ya tenía preparado para meterme en la caja un vestido azul marino así como de marinerita, con galones blancos ,y un sombrero estilo Claudine a juego. Pero no fue necesario, pues después de una tremenda noche en que mi vida se jugaba, hizo crisis la enfermedad y a la mañana siguiente estaba fresca como una lechuga. Aquella terrible noche en que estuve con un pie en el otro mundo no se me olvidará mientras viva. La tarde anterior me encontraba muy mal, tenía fiebre y mi abuela para que estuviese entretenida sacó metros y metros de encaje que tenía de cuando soltera, no sé para qué, y los puso encima de mi cama como si fuera la fiesta de un pueblo, colgadas de los armarios y que estaban por encima de mi cabeza.Ahora que lo recuerdo, me parece una escena de novela de García Márquez. A mí aquello me gustaba, pero me encontraba muy mal.La noche fue terrible. Tenía una fiebre que subía y bajaba como un ascensor, Me ponía a 40 y luego me bajaba la temperatura a treintaypocos. Deliraba, y veía así como diablos en medio del fuego del infierno. También tenía alucinaciones en que veía cristos sangrantes colgando de una cruz, y mucho despues, cuando veía en una iglesia una de esas imágenes tétricas, sentía que algo raro se movía en mi interior. Y es que tenia un álbum de cromos en que una página entera estaba dedicado a Cristos españoles llenos de sangre chorreante. Por lo visto me hizo mucha impresión y aquella noche, entre los cristos y los diablos, pasé las de Caín. Entretanto, en mi casa había consulta de médicos, y ninguno entendía nada . Mi madre se ponía furiosa porque decían “¡qué caso tan curioso!”, “¡Qué caso tan interesante”!, y cosas así, como si yo fuera un fenómeno de feria. Además, me habían puesto unas inyecciones (aquello SI eran inyecciones, no lo que ponen ahora. Eran como picas) que eran para un hombre adulto, y me hundieron más. Si no me morí, fue porque no era mi hora, está claro. A pesar de los médicos, y después de esa noche toledana, de madrugada hizo crisis la enfermedad y me dormí fresca como una rosa.


De pequeña me pusieron inyecciones-puyazo a cientos, pero el dolor físico lo aguantaba bien. Mas cuando fui al colegio, aquello empeoró. Allí sí que sufría de verdad, porque no me adapté nunca. Las niñas se reían de mí porque yo no entendía el mallorquín, y hablaba un castellano muy puro que había aprendido en Zaragoza. Como los mallorquines suelen tener un castellano pobre, y aquellas mastuerzas eran todas unas bárbaras de pueblo, a veces no me entendían y me mortificaban todo el tiempo, con lo que me volví una misántropa. Además, las teresianas, que eran todas castellanas viejas, no me ayudaban nada, pasaban de mí, y encima se reían al ver que las otras me martirizaban. Nunca comprenderé esto. Entonces me refugié en el cariño de los animales, que siempre me habían gustado mucho. Los mimaba porque ellos sí me daban amor del bueno, y me querían y yo los amaba con todas mis fuerzas.

            Cuando había alguna fiestecita en el colegio yo me libraba de que me vistieran de angelito o de otro tipo de mamarracho, porque leía muy bien y no me ponía nerviosa ni me trabucaba, como otras. O sea que cuando venía el Obispo, cosa que ocurría varias veces al año, porque era amigo de la Directora, yo me libraba de los horrendos cuadros plásticos y era la encargada de leerle al payo el discurso de  bienvenida.

            El obispo era D. Jesús Enciso Viana, un señor de sienes plateadas muy presumido, porque era guapete ,aunque a mí no me gustaba porque tenía ese aire relamido y untuoso que caracteriza a todo aquel que ha pasado por el seminario, y venía acompañado de su “familiar” (nunca he entendido por qué los llaman así, pardiez..) que era un curángano aún más relamido y  amanerado.Tal para cual, vaya.

            La Directora nuestra era una señora  de las que ya no quedan. Una especie de cruce entre Eva Perón en feo y moreno, y la Bernarda Alba de García Lorca. Era alta, gruesa pero con la cintura muy marcada  y llevaba un moño bajo negrísimo, que se sujetaba con horquillas. Vestía casi siempre de negro y era pechugona como paloma buchona. Es decir, que la pechuga no se le dividía en dos (hubiera sido provocación…) sino era una masa que era toda una misma cosa. Pero lo que llamaba más la atención eran los dientes. Eran grandes, separados y salidos hacía fuera, sobre todo los incisivos, lo que hacía que incluso con la boca cerrada los dientes se le salían de la boca. Cuando recibía al Obispo se ponía colorada como un tomate, y parecía que le iba a dar un ataque cerebral. Qué manera de enrojecer, madre mía… Es que daba vergüenza ajena…

            Esto de enrojecer delante de un hombre les pasaba a todas, ya estuvieran hablando con un albañil, un fontanero o el padre de una alumna. Pero como la directora con el obispo, yo no he visto nada igual. Una cosa curiosa que también tenía muy observada, es que la loca a la que me referí en anteriores entregas de estos escritos virtuosos , la insana Señorita Sánchez, cuando venía algún paleta, electricista o lo que fuese que llevase pantalones (entonces, en plena era franquista, ninguna mujer los llevaba) , pues la tía se ponía como loca para ser ella la que le atendiese, poniéndese también como un tomate, pero debía ser muy gratificante el olor a macho ya que  no se le escapaba ninguno.

            Aquel colegio tendría fama de muy moderno, pero no sé por qué, porque ponían unos castigos así como medievales. La loca de la Sánchez, una vez, a una pobre chica que había cometido el horrible crimen de arrancar unas páginas de un cuaderno, ¡le ató las manos con una cuerda, y la puso encima de  la tarima, de cara a nosotras!. Pasó tanta vergüenza que en toda la hora de la clase no paró de llorar. Ha pasado mucho tiempo, pero no puedo olvidarla. Parece que la estoy viendo. Se llamaba Antonia Garau y llevaba trenzas. Seguro que ella, dondequiera que esté, también se acuerda. ¡Que putada, madre mía!......


            Yo aquí en Mallorca no tenía ningún pariente, todos mis primos estaban en Sevilla, pero las chicas que eran mallorquinas y los tenían, primos, amigos de los primos, etc., si las teresianas las pillaban hablando por la calle con ellos, la Directora les llamaba a su despacho y yo no sé qué les decía, porque todas salían llorando. ¡Por hablar con un pariente masculino!... era algo que se cuenta ahora y no te creen, pero era perfectamente cierto. Eran todas unas obsesas sexuales. Nunca nos decían que no había que mentir, ni criticar… solo que teníamos que ser puras como la Virgen. Sólo había un único pecado. Era algo increíble. Ahora le cuento esto a alguien joven y no me cree. Pero no exagero nada.

            Cuando salían del colegio, muchas estaban traumatizadas y eran unas frígidas para toda la vida, o se echaban a la vida alegre.

            Aquel colegio no era un sitio normal. Bueno, ninguno lo era. Los de niñas eran todos así. Y los de niños no lo sé, pero Paco me ha contado, él que fué a los Marianistas, en Tetuán, que les decían que las mujeres eran seres angélicos, que no había que profanar. Cuando descubrió que no era verdad, se puso muy contento.

            Esta era la España posfranquista, en la que matar no era pecado, pero dejar que tu primo te diese un beso en la mejilla te conducía directamente al Infierno.
 

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