miércoles, 6 de noviembre de 2013

Trinidad Gallego, vida de una resistente (Y como ésta, he conocido muchas)

Calparsoro
CalparsoroTrinidad Gallego con su uniforme de enfermera.
Madrid, 1936.

Trinidad Gallego

Creció junto a su abuela en la portería de una casa del distinguido barrio de Salamanca de Madrid. Esto le permitió tomar conciencia de las desigualdades e injusticias sociales existentes. Tras formarse como matrona y enfermera se empleó en el Hospital San Carlos desde donde promovió el Comité de Enfermeras Laicas. En 1935 se afilió al Partido Comunista. Durante toda la guerra trabajó de enfermera en Madrid. En 1939 fue detenida y encarcelada junto a su madre y su abuela de 87 años. Pasó casi siete años en prisión. Al salir, la contrató un médico de Baena, que abusó de ella aprovechándose de su penosa situación. Hoy sigue siendo comunista.
Yo soy mi abuela. Ella me crió y me educó y a ella le debo todo. Soy comunista porque mi abuela era comunista sin saberlo. Mi abuela, Trinidad Mora Frías, nació en Cogolludo. Cuando tenía doce años murió su madre. Su padre agarró a los hijos, se montaron en un burro y se vinieron a Madrid llenos de miseria. Mi abuela sirvió, fregó, lavó... Ésa fue su infancia y su juventud. Luego se casó y tuvo tres hijas, pero, al poco tiempo, mi abuelo murió en un accidente y ella se quedó en la calle y se vio obligada a llevar a sus tres niñas a la inclusa. Trabajó como una mula. No sé cómo ni dónde vivía, pero hizo de todo.
Un día la llamó la marquesa de Constantino, que vivía en la calle de Marqués de Villamagna. Según parece estaba muy enferma y nadie quería ocuparse de cuidarla. Mi abuela, que no le hacía remilgos a nada, se fue con ella. Y allí estuvo hasta que murió. Entonces le dijeron: «Señora Trinidad, ¿querría usted una portería?» Era la de la casa de al lado, que es en la que yo nací, en pleno barrio de Salamanca. Fue a la inclusa a buscar a sus tres hijas, pero sólo pudo recuperar a dos. Le dijeron que la otra había muerto. ¡Vete a saber! Así era entonces la vida de la gente de pueblo. Mi tía, a los pocos días de llegar, se puso a servir en el piso de arriba y mi madre aprendió a coser, porque, al ser la menor, era la preferida de mi abuela. Se hizo costurera. Iba a coser por las casas. Cosía para una casa del barrio que cuando llegaba el verano, se la llevaban con ellos. O sea, que mi madre trabajaba siempre y siempre estaba fuera. En invierno llegaba a casa a las nueve de la noche y, en verano, se iba los tres meses.
Un día la invitaron a la boda de una compañera costurera que se casaba con un guardia civil. Allí conoció a mi padre, que era hijo de un guardia civil extremeño. Se enamoró y se casó con él. Esto es todo lo que sé, porque yo de mi padre no he oído mucho y lo poco que sé, lo he averiguado recientemente. Él dijo que nada de poner un piso, ¡ni soñarlo!, y entonces mi abuela les dejó en una habitación la cama de matrimonio de mi abuelo, que era de esas antiguas, de hierro. Él se marchaba periódicamente y volvía al cabo de dos o tres días. No trabajaba, y un día, mi abuela, que había luchado tanto para salir adelante, le dijo: «Si quieres llevarte a tu mujer, te la llevas, pero si no, aquí eso de venir a que cada año o cada dos años nazca un hijo, sin tener para comer ni para vivir, no. Elige: O coges la maleta y te vas, o te pones a trabajar».A los ocho días vino, agarró la maleta y se marchó. Yo todavía no había nacido.
Crecí con mi abuela en la portería de una casa donde vivían unos señores que, cuando yo estaba fregando la escalera, me decían «¡Hola, Trinita!», pero que luego, cuando me vestía y me iba a la calle, no me saludaban porque era la nieta de la portera. Así era entonces el mundo, pero a mí me importaba siete puñetas, yo bailaba encima de ellos y me quedaba tan ancha, porque de pequeña nunca me di cuenta de que yo no tenía padre y de que el resto de los niños sí, ni de que todos los niños tenían zapatos y yo iba en alpargatas, ni de que las niñas iban al cine el domingo mientras yo fregaba escaleras.
En mi casa había dos colegios. Uno en la planta baja, que era privado, y otro en el principal, que era del Ayuntamiento. Cuando cumplí los cuatro años, la vecina de arriba dijo: «¡Trini tiene que ir al colegio del Ayuntamiento!» Y me llevó arriba. Como no llegaba a los pupitres, porque entonces los niños empezaban la escuela a los ocho años, me pusieron una mesita pequeña. Cuando no estaba en clase, estaba pegada a mi abuela. Si ella se ponía a lavar en una artesa, a mí me ponía en el lado estrecho. Tenía una tabla grande de planchar y yo planchaba a su lado en una pequeñita. Se ponía a guisar y me ponía al lado del fogón, en una trona. Hizo un marco de madera con una alambrera para que no metiera las manos en la lumbre mientras guisaba y me sentaba allí. Cuando zurcía calcetines me decía«¡Mira, esto se hace así!». O sea, que me enseñó las tareas de la casa, pero, además, me decía: «¡Tú aplícate en el colegio, tienes que estudiar!» Yo soy lo que soy por mi abuela.
De pequeña salía poco, yo creo que porque tenían miedo de que mi padre me llevara con él. Bajaba del colegio, me daban un pan y media onza de chocolate para comer y me ponían a hacer los deberes. Luego tenía que hacer una onda de bolillos y, para cuando quería salir, me decían: «Ya han encendido los faroles, ya no puedes salir».Iba mucho a cuidar a los niños del piso de arriba. Su padre era médico de partos y venía a la portería y le decía a mi abuela: «A ver si Trinita puede subir a entretener a los niños». Yo subía y jugaba con ellos y la niñera aprovechaba para planchar y guardar ropa. Tenían juguetes preciosos: mecanos, trenes eléctricos... Lo pasaba bomba. Me daban de merendar más de lo que yo comía al mediodía, ¡unos filetes...! Yo vivía así, pero no me daba cuenta de nada. Era muy feliz en mi casa. ¡Ay, mi abuela! Los fines de semana salía con las niñeras al paseo de la Castellana, a un aguaducho. Estaban las niñeras con los niños y yo con mi merienda y mis barquillos.
Por la noche, me limpiaba las sandalias, que eran de goma de cámara, con cebolla o con tomate, porque no había betún, y mi abuela me lavaba el delantal blanco para ir al colegio al día siguiente y ponía a cocer un litro de leche para mi cena; porque yo me crié con leche de una vaca de La Balbina, una lechería de la calle de Serrano. Valía ochenta céntimos el litro y a veces había que dejarla a deber, porque mi abuela sólo ganaba al mes treinta pesetas y pagaba una bombilla de luz, que es lo que le permitían, y tres pesetas al marqués de Santo Domingo. ¡Así vivíamos las que luchamos luego!
Salí del colegio a los catorce años, y fui a una academia del Ayuntamiento a aprender taquigrafía, mecanografía y francés. Mi madre siguió trabajando y mi abuela siguió en la portería. En la escalera vivía un hermano de un ministro de la dictadura. Sabían que yo estudiaba, que limpiaba escaleras, que trabajaba, pero jamás me dijeron: «Oye, mira, podías ir aquí o allí, que te recomendamos» ¡Jamás! Un día vino el secretario de la cámara de comercio inglesa a ver un piso que estaba vacío. Lo enseñaba yo porque mi abuela empezaba a estar muy mayor. Después de enseñárselo, me dijo: «¿Querrías venir a trabajar con nosotros?» Fue mi primer trabajo. Ganaba cuarenta pesetas al mes, que para mi casa era mucho. Allí estuve meses. La mujer de la limpieza un día me dijo: «Mira, yo hago la limpieza en un salón de té al que sólo entran títulos o la Casa Real y necesitan personal. ¿Por qué no te vienes?» Fui y me contrataron para el guardarropa y para la pastelería. Allí ganaba treinta duros al mes, y, además, me sacaba propinas, pero se empezaba a últimos de septiembre y se terminaba a últimos de mayo y al año siguiente te cogían o no según les convenía. El sitio se llamaba Sakuska y estaba en Alcalá 60, al lado de Correos. Yo tenía 16 años. Iba de doce a dos y media y luego al té que era de cinco a siete y media. También había algún aperitivo por la noche. Se cerraba a las nueve y media o diez, cuando se iba el último, de manera que no había horario.
Todas las empleadas íbamos vestidas de rusas con zapatos grises de tacón, medias finas y una falda azul de satén, brillante y muy fruncida. La blusa era amarilla, con cuello alto cerrado al lado, con pasamanería y con una cosa roja con piedras y lazos de colores. Cuando se abría la puerta, cada mesa tenía un letrero de reservada y si los que entraban no eran los que tenían que ser, no pasaban. En la puerta había un alemán vestido de cosaco. Salía y abría las puertas de los coches, que casi todos eran de caballos.
Había un banquero llamado Calamarte, que era un calafate viejo y gordo. Muy bien vestido, pero muy desagradable. Allí se veía con una hija del duque de Sevilla, que no era hija del matrimonio, era hija del duque de Sevilla con otra mujer. ¡Allí veía de todo! Había otro calafate gordo que era ayudante del rey y que venía con su mujer, tomaba el té con ella y luego se iban. Al cabo de un rato volvía con una ayudante de la reina, que era viuda, alta, muy maja. Allí conocí también a una gitana que se codeaba con gentes y que estaba con un escritor de novelas al que llamaban el Caballero Audaz. Según decían tenía poco de audaz y menos de Caballero. Luego a ella me la encontré en la cárcel, creo que estuvo con un anarquista y la detuvieron. En tres temporadas que estuve vi de todo. Claro, es fácil imaginar lo que se me iba cociendo dentro cuando veía esas cosas, sabiendo lo que había pasado mi abuela y lo que yo vivía en casa desde pequeña.
Yo no tenía el bachillerato. Mi idea era estudiar para matrona, pero antes hice el primer curso de enfermería, para el que no hacían falta más estudios. Para ser enfermera tuve que ir a hacer prácticas a un hospital. Una de las primeras cosas de las que me di cuenta fue que en los hospitales no había enfermeras, sólo mandaban las monjas. Una noche ingresó una pobre mujer que se había quemado las manos. A la mañana siguiente, una de las monjas la echó a la calle sin curar, y la mujer no tenía dinero ni para el tranvía. Yo la cogí y me la traje al cuarto de curas, con la consiguiente bronca de la monja. Le dije: «¡Cómo! ¿Que a usted la llaman sor María? ¡Sor Caballo!» Y se montó el lío.
Después de esto me hice practicante y matrona. La Segunda República nos permitió cierta apertura. Empecé a enterarme de cosas, a hablar con gente, conocí la Casa del Pueblo, que era la UGT, vi las primeras manifestaciones anarquistas..., pero todavía no lo tenía claro. En el año 1935, en plena clandestinidad y antes de las elecciones, que volvimos a ganar, creamos el Comité de Enfermeras Laicas para que pudieran trabajar las que no eran monjas. Debió ser cuando Dolores Ibárruri estaba en el Congreso, porque fuimos a verla para que en el momento que presentáramos el escrito, lo apoyara. Entonces, gracias a las compañeras que conocí en el Comité, ingresé en el Partido Comunista.
Cuando estalló la guerra me fui inmediatamente a la casa del partido: «¿Qué hago?», pregunté. Me contestaron: «Ahora, vete a casa y mañana por la mañana te vas a tu sector». Me fui a mi casa, pero a las siete de la mañana empecé a oír los zambombazos. Me levanté y dije: «¡Me tengo que ir!» Mientras me vestía, bajó el marido de una señora que vivía en casa: «¡Ay, que venga Trini, que me parece que mi mujer ha dado a luz en el váter!» Primero le dije: «¿No dijo usted que nunca le asistiría a un parto? Pues ahora me tendría que ir». Pero fui. La ayudé, arreglé al niño y me marché. En Goya cogí el tranvía y, al llegar a Alcalá, empezaron a escucharse tiros. En el tranvía no íbamos más que el cobrador, el conductor y yo. Paró el tranvía y nos protegimos en un portal. Pero justo antes de resguardarnos, vi como un hombre se caía al suelo. Fui a ayudarle, pero los otros dos tiraron de mí y me metieron al portal. Le habían disparado y estaba muerto. En media hora vi mi primer muerto y mi primer recién nacido.
Cuando llegué al sector me dijeron:«Vete al hospital San Carlos inmediatamente. Preséntate como lo que eres. Busca más comunistas y socialistas, que haya republicanos; formad un comité y empezad a funcionar porque la guerra ha estallado». Me llevaron en un coche con colchones de lana encima, porque los tiros se enredaban en la lana y no traspasaban. Ahora, si entraban por abajo, te daban. Creamos un comité y fueron llegando estudiantes y médicos. Empezaron a traer heridos y ya no salimos nadie del hospital, porque no había horas suficientes para todo el trabajo que teníamos. Aquello era un maremágnum, porque tampoco había comida. A mí me nombraron enfermera jefe y era la que organizaba e iba a buscar el suministro, a firmar.
No libraba nunca; estuve toda la guerra en el hospital. Un día, vi que mis zapatos ya no tenían suela y decidí tomarme la tarde para ir a la calle Fuencarral a comprarme unos. Me dijeron: «Trini, no vayas ni por Fuencarral ni por Hortaleza, porque caen bombas todas las tardes». Yo fui de todas maneras; esa tarde no cayó nada en esa zona y, sin embargo, bombardearon el hospital. Luego, el Primero de Mayo de ese año se celebró un gran desfile en el paseo de la Castellana y, como teníamos montado nuestro Sindicato de Enfermeras Laicas, salimos con transparencia a la manifestación. Nos vio todo el mundo. Muchos de mis vecinos se enteraron entonces de que era comunista.
En mi casa vivían dos hermanos falangistas, los Rivera. Uno estaba en el frente y al otro lo fueron a buscar un día, se lo llevaron y lo mataron. Yo era tan idiota, que cuando me enteré fui al depósito de cadáveres para verlo. Para entrar había que tener estómago, porque era agosto, no había enterradores y el hedor era tremendo. Desde entonces no puedo oler nada podrido, porque lo estuve oliendo quince días. Cuando acabó la guerra volví a mi casa y el vecino falangista nos denunció porque decía que nosotras habíamos entregado a su hermano.
Un día aparecieron en casa dos niños de unos 20 años, con un fusil al hombro, de paisano y con los nombres y apellidos de mi abuela, de mi madre y míos.«Vengan ustedes con nosotros, que enseguida van a volver. No son más que unas preguntas». Nos llevaron a las Salesas. Nos dejaron en unos sótanos en el suelo, a mi abuela con 87 años, a mi madre y a mí. Mi abuela había comido algo, pero mi madre, la pobre, no. Al día siguiente, el 14 de abril de 1939, nos metieron en un camión y nos llevaron a la cárcel de Ventas, sin decirnos nada. Había que pasar siete puertas que se abrían y se cerraban cuando entrabas. La que abrió la puerta interior era una funcionaria de unos sesenta años que le dijo a mi abuela, (¡y esto no se lo perdono aunque esté muerta!): «Aquí se entra muy fácil, pero lo de salir... es difícil». ¡Y se lo dijo a mi abuela! ¡Me cago en su alma, si está muerta! ¡Me acordaré siempre de aquella tía! ¿Quién era ella para decirle nada a mi abuela? Nos metieron en la tercera galería. Acabamos siendo unas once en una celda, en el suelo, sin nada. Así estuvimos hasta que un buen día, en junio, nos llamaron a las tres, nos metieron en otro camión y otra vez a las Salesas, a los sótanos. Nos subieron a juicio en fila. Los que juzgaban eran militares. El juicio fue el siguiente: «Fulana de tal, por haber matado a no sé cual... pena de muerte. Fulano de cual, por haber ido al incendio de la iglesia de San Luís... pena de muerte». Parecía que todos habían matado a alguien o habían incendiado algo. Ya llegaron a nosotras: «Trinidad Mora Frías, por la muerte de Fulano de tal... treinta años y un día».Yo suspiré y el militar me miró como diciendo: «¡A ésta le ponen treinta años y suspira de alivio!» Salimos las tres con treinta años de condena. Así eran los juicios. Ni una letra ni una coma más.
Las condiciones en la cárcel durante los primeros meses fueron terribles. En mi prisión había no sé cuantos miles de mujeres. Hasta los pasillos de las galerías estaban repletos. Por la noche, la gente se tumbaba en el suelo y quedaba un pasillito para ir al servicio. Allí no se comía a la hora de comer porque no había ni comida ni cubiertos para todas. Hacían una cocinada y la repartían. Empezaban por la primera galería hasta donde llegaran. Cuando hacían otra cocinada se empezaba por donde se había terminado la anterior y se seguía hasta donde llegara. Las lentejas tenían bichos. Las llamábamos lentejas con carne. Yo trabajaba en la enfermería. Había muchas madres con sus niños. Niños de pecho, niños de un año, niños de edad... y como no había agua, ni sitios donde lavar, ni higiene, ni comida, los niños se morían. Entonces crearon una prisión para madres y niños y me llevaron como enfermera, con mi abuela y con mi madre. Allí, aunque teníamos un ambiente un poco más limpio que en el otro lado, se nos seguían muriendo niños. Un día hubo cinco niños muertos. Uno tenía ya gusanos en los ojos. No dejé que su madre lo viera y me pegó. ¡No me defendí. ¡Qué iba a hacer la pobre!
Un día hicieron una expedición a Amorebieta y Trinidad Mora Frías, Petra Prieto y Trinidad Gallego Prieto fuimos a la cárcel de Amorebieta. Fuimos en tren. Para llegar desde la estación, tuvimos que subir una cuesta tan empinada que mi abuela no podía. Tenía 89 años. Era una cárcel sin rejas, un antiguo colegio. Los servicios eran de esos de poner los pies. ¡A ver cómo se ponía mi abuela allí! Un buen día: «Trinidad Gallego Prieto... Sale en expedición».Pero esta vez yo sola. Me llevaron a Madrid, a Ventas, para ser juzgada por segunda vez. Si tienes pena de treinta años y te vuelven a llevar a juicio...Yo estaba convencida de que me iban a condenar a muerte. Iba en el tren y cuando amaneció pensé: «Ay, Trini, mira este amanecer, porque ya no veras más que éste y el del día que te fusilen».Me condenaron a doce años y un día y me enviaron de vuelta a Amorebieta.
Al poco tiempo de volver, como Franco vio que no podía alimentar a tantos presos, promulgó una ley según la cual todos los condenados a doce años y un día saldrían bajo ciertas condiciones. Yo salí en el 41, con destierro. Fuimos a Madrid, a la habitación que mi tía tenía alquilada en casa de los familiares de otros presos en Prosperidad. Estábamos en Madrid, por primera vez en dos años fuera de la cárcel y cuando empezamos a andar se nos reventaban los pies de no haber andado en tanto tiempo. Yo no tenía zapatos. Llevaba unas zapatillas que tenían la parte de arriba hecha con un tejido como de manta de soldado y la suela de esparto. Decidí acercarme al Ministerio de Justicia para pedir que les retrasaran el viaje a mi abuela y a mi madre y me dejaran llegar a mí primero a un sitio donde pudiera empezar. Hablé con un chico joven que me dijo: «Mira, vamos a seguir hablando fuera; vamos a tomar una cerveza». Me dijo: «Mira, ni tú, ni tu abuela, ni tu madre tenéis que ir a ningún destierro, porque tú puedes trabajar para nosotros y formar grupos para delatar a comunistas».Yo le dije: «Bueno, pues déjame pensármelo y te lo diré». ¡Me quedé helada! Al final, hablando con otros, pude tramitar que mi abuela y mi madre se quedaran en Madrid, mientras yo iba a Murcia y preparaba algo para que vinieran más adelante a vivir conmigo. De allí me fui a Alicante y conseguí trabajo en una clínica. Sólo trabajé seis meses, porque en febrero de 1942 me volvieron a detener. Un día, mientras estaba en el quirófano, vino la policía a buscarme. Yo no sé si me denunciaría otra vez mi vecino o si fue alguien del hospital. Fui a parar a la cárcel de Ventas por segunda vez. Habían hecho una prisión maternal en Carabanchel, en lo alto, al otro lado del río. La dirigía «la Topete»,la hermana del general Topete, el director general de la Guardia Civil. Como es lógico, me volvieron a llevar con los niños y las mujeres embarazadas. Pasé allí dos años y medio más. Esta vez, por lo menos, dormía en una cama con un colchón, con manta y en una sala como es debido. Las madres y los niños estaban aparte. Sólo podían estar juntos un rato. Yo sí podía estar con los niños, con las embarazadas y con las madres, que no sólo eran presas políticas, había también comunes.
Un día me trajeron a una mujer muy grande. La habían detenido porque había ido al monte de El Pardo a por leña y se había metido sin darse cuenta en la zona del Caudillo. La monja me había dicho: «Oye, pon cuidado porque la han traído directamente, no ha ido ni a comisaría porque está a punto de dar a luz».Y tan a punto, porque al día siguiente se puso de parto. Tenía unas varices en la vulva como mi dedo gordo. La subí a una mesa de parto y me dijo: «Yo aquí no puedo parir. Así no he parido nunca. Mi marido, cuando iba a parir, ponía paja nueva en la cuadra; yo paría y luego venía una mujer del pueblo a arreglarme. Si no le importa bajarme al suelo, yo me acuculo... » La bajé al suelo, se acuclilló y parió. Pero se le reventó la variz y yo no tenía instrumental para hacer ligaduras, sólo tenía gasas para meter y eso estuve haciendo hasta la mañana siguiente que vinieron a abrirnos. Si aquella mujer llega a parir en su casa, en la cuadra, se muere.
A pesar de todo, la verdad es que allí no llorábamos nunca. Podía haber un momento malo, pero se cantaba, se bailaba, se hacían coros... El 14 de abril, cuando se iban a dormir las funcionarias y habían tocado silencio, se oía:« A ver, un brindis: ¡Trikilitrí!» Y cantaban todas:«¡Tras!».Y otra vez: «¡Trikilitrí!, ¡Tras!»Cuando subían las monjas corriendo para ver qué pasaba, ya estábamos todas metidas en el petate haciéndonos las dormidas.
Un día me dice la Topete: «Mira, voy a ir a buscar tu expediente porque tú trabajas mucho y yo no te puedo tener aquí sin redimir». Cuando regresó, me dijo: «Trini, si tú no tenías que estar aquí. Tú has tenido algún malquerer». Yo creo que fue mi denunciante, el falangista, que se enteró de que salía y escondió mi expediente. La mujer me dijo: «Trini, te voy a pedir un favor. Quédate un par de días hasta que me traigan a otra matrona. Porque yo no me puedo quedar aquí sin nadie». Le dije: «Bueno, después de todo este tiempo, me da igual unos días más». A los dos días llegó una chica de Valencia y salí yo. Entonces me enteré de que un cirujano que conocía había montado una clínica en Baena, Córdoba. Era una clínica buena, con quirófano y consulta. Su hermana vino a mi casa a preguntarme si quería ir. Dije que sí, y me llevé a mi madre, por que mi abuela ya había muerto. Fue la peor época de mi vida. Ese doctor abusó de mí en la clínica muchas veces y yo no tenía a quién quejarme. ¡Quién iba a creer a una ex presa comunista y no a un doctor de familia de derechas! ¡A quién denunciabas! Yo no estaba colegiada y no me podía trasladar. Aguanté allí tres años, metiéndome luego la cucharilla cuando hacía falta, odiándole, preguntándome dónde ir y sin contárselo a nadie. Acabé con anemia perniciosa. A pesar de todo, conseguí colegiarme como matrona en Jaén y me fui a un pueblo a ocupar mi plaza. Contacté con el partido y un día me dijeron que había que atender a unos hombres que estaban en el monte, que allí no se les llamaba guerrilleros, sino bandoleros. Debido a esto me detuvieron y tengo mi último expediente por auxilio a bandoleros. Me llevaron a la cárcel de Madrid en camilla, de lo mala que estaba.
Esa fue mi vida. Siempre defenderé las ideas comunistas porque creo que sólo desde ahí se puede luchar contra lo que se nos vino encima y contra lo que sucede hoy, que yo no sé si la gente lo ve, pero yo sí lo veo. Y menos mal que me moriré pronto, porque con 85 años yo no sé si he hecho bastante, pero lo cierto es que ya no puedo más.

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