En Zaragoza, donde nací, yo fui siempre una niña sana y llena de vida.Recuerdo pasear por la plaza de la Seo, y junto al Pilar, y jugar a "tragarme el viento del Moncayo", que en invierno soplaba helado. Mi madre me decía que cerrara la boca, que me iba a poner mala, pero no le hacía caso y ni una vez cogí ni un dolor de garganta ni unas anginas.
Pero a los tres años y medio trasladaron a mi padre, que era oficial de Aviación, a Palma de Mallorca, a la Base Aérea de Son San Juan, que entonces era militar. El aeropuerto civil estaba en Son Bonet, en los actuales terrenos del Aeroclub.
. Entonces siempre estaba enferma y los primeros años no pude ir al colegio, como las otras niñas. Luego, a los seis, me metieron en las Teresianas, donde pasé los diez años más largos de mi vida, pues estaba muy a disgusto allí. No puedo decir que tuviera una infancia feliz. Menos mal que me gustaba leer, y me tragué casi toda la biblioteca de mi abuelo materno, a quien le gustaba la Historia y a mí también.
Era plena posguerra, y yo estaba en cama casi siempre, con la única compañía de mi gato. Mi cama estaba al lado de la ventana y no veía gran cosa, porque era el último piso. Mis referencias al exterior se limitaban a las acústicas: Los gorriones y los vencejos que hacían su nido bajo el alero del edificio de Sindicatos (verticales, claro). El ruido por la mañana temprano del carro del basurero , arrastrado por un viejo caballo. Algún coche -había poquísimos, generalmente de algún estraperlista o pelota del régimen, y para de contar. Era una calle tan silenciosa, que a pesar de estar yo en un piso alto, cuando alguien pasaba por la calle a pie, oía perfectamente las pisadas. Llegaban, pasaban y se marchaban. Parecía una ciudad muerta. Pero a mí este silencio me gustaba. Había también una colonia de gatos alimentada por unas buenas mujeres, y del Hospital Militar se oían de vez en cuando los alaridos de los locos de la sección de psiquiatría.
Este era mi mundo, pero lo que recuerdo con más cariño era el runrún del avión de Barcelona, que cada día pasaba, sin fallar uno, delante de mi ventana. Era a eso de las cinco, y yo lo esperaba y a veces con solo oirlo sabía la hora que era.Era un viejo Bristol de hélice en el que a veces íbamos a ver a los parientes de mi madre, y mi abuela visitaba a sus herman@s que allí vivían.
Siempre me han gustado los aviones, y la primera que subí en uno tenía a mi padre al lado, que había comprado un montón de revistas del Pato Donald, para entretenerme durante el trayecto y que no me asustase o me marease mirando por la ventanilla. Pero yo debía haber salido a él, pues me parecía mucho más interesante y emocionante lo que veía allá abajo. El campo mallorquín con sus molinos, el mar y sus barquitos y todas esas cosas apasionantes que se ven desde los aviones, sobre todo desde los de hélice, que vuelan bajito. Y mi padre encantado.
Y luego, en Barcelona, alojados en la "torre" del hermano de mi abuela, por la noche oía las sirenas de los coches policiales haciendo redadas de "rojos", que solían acabar acribillados delante de las paredes del cementerio.
A mí, desde mi cama, el ruido del avión de Barcelona pasando cuando caía el día, tenía algo mágico, y presentía los muchos viajes que luego hice en otros aviones más modernos. Pero aquella iniciación se me quedó grabada y a veces recuerdo, con un poquito de nostalgia, aquel runrún del viejo y fiel Bristol, que iba a Barcelona, y a la Península, que para mí era una especie de tierra prometida, al otro lado del mar.
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