lunes, 28 de marzo de 2016

Las procesiones de Sevilla, maravilla e idolatría




De pequeña mi padre me llevaba a su tierra, Sevilla, y con mis primos veíamos las procesiones. A mí  me dejaba hechizada aquel ambiente, mezcla de las flores de los pasos, el sudor de los costaleros y el azahar de las calles. Las órdenes que el capataz daba a los costaleros, el ruido de los varales al levantar el paso al grito de "a ésta es", el sabor del vino con mis primos y la noche mágica, yendo a buscar a la Virgen de los Gitanos o  al Cachorro sobre el Puente de Triana, ya al amanecer, y la eterna entrada de la Macarena a su iglesia, pasando por su estrecho arco.
Todo esto era fantástico, me emocionaba y alteraba hasta los tuétanos, aunque era el espectáculo religioso más pagano del mundo. Era una oda a la idolatría, pero eso lo sublimaba aún más.
Me faltan las palabras para expresar lo que sentía aquellas noches, sobre todo la de la Madrugá, del jueves al viernes santo, donde salían las más famosas hermandades.
No todo el mundo puede entender esto. En Andalucía lo comprenden hasta los ateos.

 

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