domingo, 13 de septiembre de 2020

La milicia y yo

 



LA MILICIA Y YO


Cuando a los dieciséis años terminé el Bachiller Superior, menda era un pimpollito. Mi padre tuvo la fenomenal idea de meterme en un Laboratorio de Explosivos que había en Son Bonet, porque era buena en química y el químico que había se había marchado. Mi labor consistía en hacer unas pruebas con pólvoras de diferentes cartucherías, y las aventuras que me pasaron con este trabajo ya las conté en otra ocasión. Yo en el laboratorio me divertía mucho, pues éste formaba parte del Servicio de Armamento, y allí había unas oficinas en las que yo redactaba los partes correspondientes a las diferentes pruebas químicas. El labo y la ofi de Armamento estaban en Son Bonet, que entonces era estrictamente milico, y estaban en unos barracones que habían sido un establo o algo así. Construcción antigua, de muros gruesos, gruesas vigas, y que calentábamos en invierno con una estufa de leña. Encima de la estufa asábamos chorizos, morcillas, sobrasada y cosas parecidas, luego nos hacíamos unos bocadillos memorables, que nos zampábamos entre trago y trago de tintorro. Aquello olía no como una Oficina militar, sino como una cantina o tasca o cosa parecida. Cuando venía el jefe a la firma, que venía en coche desde el cercano cuartel de Son Rullán, y que era mi padre, alguien daba la voz de alarma y todas aquellas viandas desaparecían, pero el tufo permanecía, y mi padre olía todo aquello y ponía cara de no enterarse de nada. Me acuerdo que allí estaba el Brigada Paco, murciano resalado que mandaba mucho, y otros brigadas y sargentos, como un sevillano moreno de verde luna alto y espigado, que tenía una pinta y un aire a lo Antoñito el Camborio que no se podía resistir, y que respondía al nombre de Manuel Martín Madroñero, alias El Engañalosetas, pues tenía una ligera cojera desde un accidente que tuvo al sacar a un piloto de su avión en llamas, y cuando andaba, parecía que iba a pisar una loseta y pisaba la de al lado.
Yo con toda esta trouppe me lo pasaba de miedo. Allí aprendí latín, griego y hasta arameo, sólo escuchando. Cuando lo que hablaban era demasiado fuerte, se encerraban todos en una de las habitaciones y a mí me dejaban fuera. Pero me decían: “-Cuando te cases, la teoría ya la vas a saber de sobra, jajajaaa…”.Y era verdad. Era aquella una buena escuela.
Por eso yo a los milicos no los puedo odiar demasiado, porque a mí me trataron de maravilla. Claro que era la hija del Jefe, pero no me hacían la pelota, y yo nunca conté nada a mi padre de ellos, y lo sabían y me estaban agradecidos. Cuando me tocó trabajar con civiles, en la Delegación Provincial de Información y Turismo, qué diferencia. Los milicos son muy brutos, pero son más sanos y mucho menos retorcidos que los civiles, no son quejicas y tampoco hay mujeres, bueno, había. Solo una señora llamada Esperanza Romero, ya talludita, que era muy amable conmigo y no se metía en nada, y con la cual quedé como una cochina, porque después de irme prometí irla a ver y todavía me debe de estar esperando, si es aún de este mundo.
Como todos los oficiales y suboficiales que había en Armamento eran armeros artificieros, a veces iba con ellos a la galería de tiro que había en Son Rullán, y allí disfrutaba pegando tiros, con pistola, metralleta (las anteriores a las Kalashnikov, muy parecidas) y fusil.
¡Aquello era vida!

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