martes, 22 de septiembre de 2020

Cuando los barcos olían a brea



A mi padre le gustaba mucho el mar –casi tanto como volar- , pero a los mlitares de Aviación, llegados a una determinada edad, ya se les asignaban solo servicios en tierra. Pero para navegar no hay tiempo,y siempre salía en algún barquito. Tenía un Snipe, con el que hacía regatas, y un amigo, mucho mayor que él, que tenía un yate de 17 metros que se llamaba “Manette”. Este señor se llamaba Henri Kuylen, era belga y muy rico. Vivía en Orán (Argelia) y tenía otra casa en Argel. Vivía como un pachá, con sirvientes a montones. Pero cuando la revolución tuvo que huir “con lo puesto”, que era el barco y unos cuantos kilos de lingotes de oro. Se estableció en Mallorca y se metio en negocios, como una fábrica de cemento, que parece le iban muy bien. No tenía hijos, pero sí esposa, una francesa que odiaba el mar. Ella era delgadita y refinada, y él grueso, con un sombrero de paja calado hasta las cejas, un puro en la boca y apenas hablaba español. Había que entenderse con él en inglés, y encima estaba un poco sordo. Pero me caía bien. Y parece que nosotros también a él. Además, como mi familia y mis amigas compartíamos su entusiasmo marinero, supongo que el hombre lo agradecía.
Cuando salíamos a navegar, si hacía buen tiempo, -y los veranos en Mallorca soy muy largos-lo pasábamos pipa. Ibamos a unas islitas que hay en la costa,llamadas Las Malgrats, donde había un agua tan límpida que se veía el fondo. Como nadábamos muy bien nos tirábamos allí y era pura gloria. ¡Madre mía, y qué gozada!. Nadábamos como locas y cuanto nos cansábamos subíamos al barco. Recuerdo que entonces no úsábamos la escalerilla, subíamos a pulso…juventud, divino tesoro… Entonces Míster Kuylen sacaba las viandas que le habia preparado su mujer. Siempre pensé que siendo francesa podía haberse esmerado un poco más, pero igual estaba algo cabreada con tanta salida marinera, porque siempre no ponía lo mismo: Una especie de cake bastante regular y un horrible café como lo toman los anglosajones, tan diluído que parecía agua de cocer castañas. Pero nos lo comíamos todo, ya que estábamos hambrient@s. Mi padre solía traer una sandía, y nos lo comíamos todo, menos mi madre, que no comía nada. También venía en el barco un marinero ya algo viejo, al que Mr. Kuylen le pagaba para esto, y que era ibicenco y se llamaba Vicente, nombre corrientísimo en Ibiza y en todo el Levante español, pues este santo tan desagradable (es que no trago a San Vicente Ferrer)es el patrón por allí. Mi padre también se llama así a causa de una abuela valenciana. A veces venía además otro marinero, también ibicenco y que también se llamaba igual,con lo cual íbamos en un barco lleno de Vicentes.
Quien no ha navegado en un velero no sabe el placer que es: El viento dándote en la cara,las salpicaduras del mar y el vaivén de las olas. Orgásmico, vaya. Yo allí perdía la noción del tiempo y hasta la corporeidad. Es algo casi místico.
A veces con una de las amigas con las que íbamos nos instalábamos en la proa, donde más fuerte daba el viento, y no decíamos nada, o casi. Cuando el Manette arribaba al puerto recogíamos la vela mayor, la enrrollábamos y Vicente la guardaba en una bolsa. Entonces mi padre o el mister ponían el motor hasta el lugar del atraque.
A veces esta amiga y yo comentábamos que aquellas salidas habían sido lo mejor de nuestra vida. Eramos jóvenes y guapas, con toda la vida por delante, que decía tristemente mi madre.
Pero luego vinieron otras muchas cosas, unas muy malas y otras estupendas, y me olvidé un poco de esos años juveniles.
Pero una vez, ya casada, Paco y yo paseábamos por el Paseo Marítimo de Palma, mirando los barcos atracados. Siempre me han gustado los barcos, soy de esta clase de personas a quienes encantaría vivir en uno de ellos (pero que fuera bastante grande y cómodo, eso sí). Yo los miraba, atados en sus norays, movidos ligeramente por el viento del sudoeste, el xaloc, que hacía que el agua sonase en sus costados “cha-chap, cha-chap”. Los barcos ahora son todos de fibra de vidrio,y no huelen a nada. Pero el Manette era de madera. Y entonces pasamos delante de uno que estaba allí amarrado, también de madera. Y olía a brea. ¡Madre mía!. Me entró como un estremecimiento y de golpe todos los recuerdos de aquellos días, el sol, el sabor del mar, su olor, el de la brea, todo mezclado, hizo que me entrase un sentimiento de nostalgia tan fuerte como nunca había sentido. Aquella era nostalgia de la buena, la “saudade” de los gallegos.
Con lágrimas en los ojos nos marchamos de allí, y Paco que no entendía como me había puesto así por un olor. Y es que no hay nada más evocador que un olor. Mil veces más que una foto, un recuerdo o lo que sea.
Y esta mañana he salido a la terraza. Ya hace mucho calor en la isla. He mirado al cielo sin una nube, de un color azul pálido cegador.El mismo que cuando salíamos en el barco. Y entonces me han entrado unas ganas tremendas de ponerme a escribir esto.
Cuando Mr. Kuylen ya estaba muy viejo, vendió el barco a unos paisanos suyos jóvenes, que a las primeras de cambio lo estrellaron contra unos arrecifes. El Manette tuve una muerte digna. Mejor eso que el desguace…
Yo le pedí a mi padre un rollito de piola, que es un cabo embreado que en los barcos antiguos se empleaba para muchas cosas. Como un bramante de color granate, muy fuerte y que olía a brea. De vez en cuando, lo cogía y lo olía. Ahora, con tantos traslados, la piola ha desaparecido. Mejor así, no es cosa de ponerse a llorar sobre la felicidad y la juventud perdidas.
Ay Señor.

María Dolores de Burgos.

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