A mi padre le gustaba mucho el mar –casi tanto como volar- , pero a los
mlitares de Aviación, llegados a una determinada edad, ya se les asignaban solo
servicios en tierra. Pero para navegar no hay tiempo,y siempre salía en algún
barquito. Tenía un Snipe, con el que hacía regatas, y un amigo, mucho mayor
que él, que tenía un yate de 17 metros que se llamaba “Manette”. Este señor
se llamaba Henri Kuylen, era belga y muy rico. Vivía en Orán (Argelia) y
tenía otra casa en Argel. Vivía como un pachá, con sirvientes a montones.
Pero cuando la revolución tuvo que huir “con lo puesto”, que era el barco y
unos cuantos kilos de lingotes de oro. Se estableció en Mallorca y se metio
en negocios, como una fábrica de cemento, que parece le iban muy bien. No
tenía hijos, pero sí esposa, una francesa que odiaba el mar. Ella era
delgadita y refinada, y él grueso, con un sombrero de paja calado hasta las
cejas, un puro en la boca y apenas hablaba español. Había que entenderse con
él en inglés, y encima estaba un poco sordo. Pero me caía bien. Y parece que
nosotros también a él. Además, como mi familia y mis amigas compartíamos su
entusiasmo marinero, supongo que el hombre lo agradecía.
Cuando salíamos a navegar, si hacía buen tiempo, -y los veranos en Mallorca
soy muy largos-lo pasábamos pipa. Ibamos a unas islitas que hay en la
costa,llamadas Las Malgrats, donde había un agua tan límpida que se veía el
fondo. Como nadábamos muy bien nos tirábamos allí y era pura gloria. ¡Madre
mía, y qué gozada!. Nadábamos como locas y cuanto nos cansábamos subíamos al
barco. Recuerdo que entonces no úsábamos la escalerilla, subíamos a
pulso…juventud, divino tesoro… Entonces Míster Kuylen sacaba las viandas que
le habia preparado su mujer. Siempre pensé que siendo francesa podía haberse
esmerado un poco más, pero igual estaba algo cabreada con tanta salida
marinera, porque siempre no ponía lo mismo: Una especie de cake bastante
regular y un horrible café como lo toman los anglosajones, tan diluído que
parecía agua de cocer castañas. Pero nos lo comíamos todo, ya que estábamos
hambrient@s. Mi padre solía traer una sandía, y nos lo comíamos todo, menos
mi madre, que no comía nada. También venía en el barco un marinero ya algo
viejo, al que Mr. Kuylen le pagaba para esto, y que era ibicenco y se llamaba
Vicente, nombre corrientísimo en Ibiza y en todo el Levante español, pues
este santo tan desagradable (es que no trago a San Vicente Ferrer)es el
patrón por allí. Mi padre también se llama así a causa de una abuela
valenciana. A veces venía además otro marinero, también ibicenco y que
también se llamaba igual,con lo cual íbamos en un barco lleno de Vicentes.
Quien no ha navegado en un velero no sabe el placer que es: El viento dándote
en la cara,las salpicaduras del mar y el vaivén de las olas. Orgásmico, vaya.
Yo allí perdía la noción del tiempo y hasta la corporeidad. Es algo casi
místico.
A veces con una de las amigas con las que íbamos nos instalábamos en la proa,
donde más fuerte daba el viento, y no decíamos nada, o casi. Cuando el
Manette arribaba al puerto recogíamos la vela mayor, la enrrollábamos y
Vicente la guardaba en una bolsa. Entonces mi padre o el mister ponían el
motor hasta el lugar del atraque.
A veces esta amiga y yo comentábamos que aquellas salidas habían sido lo
mejor de nuestra vida. Eramos jóvenes y guapas, con toda la vida por delante,
que decía tristemente mi madre.
Pero luego vinieron otras muchas cosas, unas muy malas y otras estupendas, y
me olvidé un poco de esos años juveniles.
Pero una vez, ya casada, Paco y yo paseábamos por el Paseo Marítimo de Palma,
mirando los barcos atracados. Siempre me han gustado los barcos, soy de esta
clase de personas a quienes encantaría vivir en uno de ellos (pero que fuera
bastante grande y cómodo, eso sí). Yo los miraba, atados en sus norays,
movidos ligeramente por el viento del sudoeste, el xaloc, que hacía que el
agua sonase en sus costados “cha-chap, cha-chap”. Los barcos ahora son todos
de fibra de vidrio,y no huelen a nada. Pero el Manette era de madera. Y
entonces pasamos delante de uno que estaba allí amarrado, también de madera.
Y olía a brea. ¡Madre mía!. Me entró como un estremecimiento y de golpe todos
los recuerdos de aquellos días, el sol, el sabor del mar, su olor, el de la
brea, todo mezclado, hizo que me entrase un sentimiento de nostalgia tan
fuerte como nunca había sentido. Aquella era nostalgia de la buena, la
“saudade” de los gallegos.
Con lágrimas en los ojos nos marchamos de allí, y Paco que no entendía como
me había puesto así por un olor. Y es que no hay nada más evocador que un
olor. Mil veces más que una foto, un recuerdo o lo que sea.
Y esta mañana he salido a la terraza. Ya hace mucho calor en la isla. He
mirado al cielo sin una nube, de un color azul pálido cegador.El mismo que
cuando salíamos en el barco. Y entonces me han entrado unas ganas tremendas
de ponerme a escribir esto.
Cuando Mr. Kuylen ya estaba muy viejo, vendió el barco a unos paisanos suyos
jóvenes, que a las primeras de cambio lo estrellaron contra unos arrecifes.
El Manette tuve una muerte digna. Mejor eso que el desguace…
Yo le pedí a mi padre un rollito de piola, que es un cabo embreado que en los
barcos antiguos se empleaba para muchas cosas. Como un bramante de color
granate, muy fuerte y que olía a brea. De vez en cuando, lo cogía y lo olía.
Ahora, con tantos traslados, la piola ha desaparecido. Mejor así, no es cosa
de ponerse a llorar sobre la felicidad y la juventud perdidas.
Ay Señor.
María Dolores de Burgos.
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