pues Haití ya hace muchos años, cuando yo estuve, era un desastre. A mí me choca la mar cuando oigo o leo que "hay que reconstruír Haití". ¿reconstruir qué, si nunca fué más que un país de chabolas?. Lo que tendrían que hacer ahora es construir casas decentes que no se cayeran al primer temblor. De este "país" se puede decir aquello de Groucho Marx, que mas o menos fué: "He salido de la pobreza más absoluta para caer en la miseria total".
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Hoy voy a contar mi viaje a Haití, que tiene tela marinera. Resulta que como yo ya había estado en Cuba y el Caribe me gustó, un año en que andábamos mal de pelas, vimos un viaje bastante barato a Santo Domingo, concretamente a Puerto Plata, y nos apuntamos. Como todo el mundo sabe, la República Dominicana es sólo la mitad de la isla de La Española, primera tierra que colonizó Colón. (claro, llamándose así, no podía hacer otra cosa.)(chistosa que es una). En Santo Domingo, la capital, está la catedral más antigua de América, barroca como todas las de la contrarreforma. A mí el barroco no me entusiasma, prefiero el románico, y hasta el gótico, pero la verdad es que tanto esta catedral como la de La Habana son muy bonitas. Y la de Cusco., más aún.
Puerto Plata es un pueblecito costero, que, como sucede en Mallorca, se ha reconvertido en lugar para esparcimiento de turistas idiotas. Y el que el turista, y me incluyo, por natural es memo. Está en una tierra que no es la suya, lo ignora casi todo de las costumbres locales, va vestido que da risa a los lugareños y hace y dice un montón de tonterías. Yo a los turistas los conozco bien, por mi trayectoria profesional. Cuando viajo procuro no incurrir en los mismos errores, pero frecuentemente incurro.
Después de este atorrante preámbulo, seguiré diciendo que Puerto Plata es un lugar turístico, no el más lujoso, de la República Dominicana. Aún así, nos alojaron en un complejo turístico precioso y bien cuidado, de bungalows y jardines llenos de flores. Ya podrían aprender un poco en Mallorca de aquella gente.
Casi toda la población es negra, y son muy simpáticos. Como me pasó en Cuba, allí me dió por probar las bebidas locales, y enloquecí por la piña colada, y otra vez pensé que si viviera yo allí permanentemente, ya sería una alcohólica perdida, con mi tendencia natural a coger todos los vicios habidos y por haber. Paco es más sobrio, pero mi sobriedad deja mucho que desear.
Era un sitio de playa, claro, y era como las de aquí, lo que en vez de pinos había palmeras. Como nosotros ya estamos de ver playas hasta la coronilla, no nos interesaba tumbarnos al sol y ponernos morenos, sino visitar la isla. Para eso hicimos un trato con un taxista viejo, un negro alto, flaco y enteco, muy amable. Tenía el coche más calamitoso en el que he ido yo en mi vida. Aunque parezca mentira, por la parte de atrás, donde íbamos sentados Paco y yo, tenía por suelo ¡una losa!. Sí, como las de las tumbas. Nos contó el pobre hombre que no tenía más bien que aquel coche y que con él se ganaba la vida, y que cuando se partiese en dos, se moriría de hambre, porque no podría trabajar en otra cosa. También nos comentó, y tenía razón, que le daba mucha rabia ver por la TV esas películas que hacen los yankis y en las que se cargan de veras coches preciosos, grandes, nuevos y relucientes. Yo le comprendí perfectamente. Qué mal repartido está todo. Por algo soy comunista.
Pues convenimos un precio, muy bueno para las dos partes, y nos largamos a descubrir la Republica Dominicana.
Lo pasamos estupendamente. Se parecía bastante a Cuba, aunque no tan bonita. Parábamos donde queríamos, es lo bueno de viajar por cuenta propia, y recuerdo que visitamos un cafetal y un plantío de cacao que a mí me dejó entusiasmada. ¡Yo, la sacerdotisa del chocolate, rodeada por un bosque de árboles del cacao, con sus enormes bayas, y dentro sus semillitas maravillosas!. El agricultor se mostró muy amable y acogedor, y nos enseño toda su plantación. Era preciosa, de un verde exuberante, un paraíso. Y cuando vi las semillas del cacao secando al sol, ya perdí la cabeza. Cogí una y le dí un mordisco, y me supo a gloria, aunque el cacao sin azúcar es muy amargo. Pero era mi droga.
Luego la mujer del plantador nos obsequió con unas bebidas de cacao, que las hacen como en tiempo de antes de la conquista, es decir, no con leche, sino sólo el cacao puro hervido con agua y azucarado, pues si no es demasiado amargo. A mí me supo a gloria, y además partieron para nosotros unos cocos recién cogidos, que estaban jugosos, con toda la leche dentro, no como los de aquí que ya están resecos., Aquellos eran tiernos y una delicia. El sabor del coco mezclado con el del cacao me enloqueció. ¡Qué cosa tan buena!. Eso no lo puedo volver a tomar en ninguna parte, pero no lo olvidare, así como la amabilidad de aquellos campesinos que, sin conocernos de nada, nos abrieron su casa y nos obsequiaron con estas maravillas gastronómicas. Me lo pasé pipa.
Luego seguimos vicitando la isla, pero yo tenía metido dentro de la cabeza, ya desde España, el hacer una incursión a Haití, pues había leído aquella novela de Victor Hugo que no me acuerdo como se llama y además en las costas de Haití está la famosa isla de La Tortuga, que es la que sale en la novela de Stevenson La Isla del Tesoro, y que leí de pequeña. Pues yo me emperré, con todo el emperramiento de que soy capaz, y que es mucho, en que el chófer pobretón nos llevara a Haití, que quedaba muy cerca, pues La Española es una isla relativamente pequeña- Además, estábamos cerca de la frontera.Paco y el negro torcieron el gesto, pero yo me puse hecha una furia y les dije que me tenían que llevar a Haití, aunque solo fuese para entrar y ver algún pueblo y un poco de ese otro país. Haití es la cuna del vudú, y a mí estas cosas me encantan. No sé lo que esperaba encontrar, pero yo quería entrar en aquella tierra de brujos por encima de todo. Por fin accedieron, pero cuando llegamos a la aduana nuestro chófer se rajó, nos dijo más o menos que entrar allí le daba yuyu y que nos esperaría en el límite de la Rep. Dominicana, y que si queríamos, fuesemos a la frontera y viesemos el primer pueblo, que estaba allí mismo.
En la frontera nos dijeron que no podíamos pasar más allá del pueblo , allí mismo, y que se llamaba nada menos que Dajabón. Es que hay un riacho seco que se llama así y hace de frontera. Paco no estaba nada convencido, pero yo me puse dura y entramos en el puesto fronterizo, que daba un poco de miedo. Había un negro uniformado sesteando detrás de una mesa cochambrosa de despacho, y estanterías y papelotes esparcidos por todas partes. Pero lo que más me llamó la atención, y me encantó, es que no me había equivocado en mi curiosidad por Haití: Las paredes estaban llenas de muñecas de vudú, de esas que llevan pinchados alfileres, y de un montón de fetiches a cada cual más acojonante. ¡Toda s las paredes de la Aduana!. Lo juro. Yo me puse a ver todos aquellos horrores mientras Paco se ocupaba en despertar al funcionario , espabilarlo y explicarle que queríamos visitar aunque solo fuera un poquito su país. Este se mostró muy sorprendido, por lo que supuse que no venían muchos turistas alocados como nosotros con semejantes pretensiones. Nos dijo que no podíamos pasar más allá de Dajabón, pues había estallado una revuelta contra el dirigente del país, que por entonces era una especie de pastor de una secta protestante rara. Y que había tiroteos por las carreteras. Yo me conformé con visitar Dajabon, algo era algo. El aduanero nos dijo que era peligroso ir a pie, cosa que me extrañó. No creo que los haitianos sean caníbales, pero en vista que uno de ellos nos ponía en guardia contra sus mismos paisanos, le hicimos caso, y de pronto aparecieron unos negros enormes, algo asi como Kunta Kinte pero más a lo bestia, con unas motos tan enormes como ellos, y nos dijeron que subiéramos, cada uno de nosotros en una moto, y nos pasearían por Dajabon, que estaba de mercado. Esto me contrarió, pues yo quería pasear y hacer fotos, pero me dijeron los negros y el aduanero que nanay, que así o de ninguna manera. Eran gente de ademanes bruscos, y antes de subirnos a cada uno de nosotros en una de sus motazas, se pelearon agriamente y con berridos para ver cuales eran los dos que se llevarían la propina. Por fin se pusieron de acuerdo, y Paco se subió en una moto y yo en otra, detrás de un negro como un armario. Pero el maldito arrancó tan deprisa que no me dió tiempo a sentarme bien en el sillín, y estuve todo el tiempo torcida y teniéndome que agarrar a él y no caer al suelo y ser aplastada por todos los demás, que nos hacían de escolta. Mientras, yo procuraba mirar aquello.
Desde luego, pasar de la R.D. a Haití es como pasar directamente a Africa, pero al Africa más miserable. la R.D. es muy bonita, verde y de vegetación lujuriante, como antes he dicho, pero Haití es el desierto. No hay ni una mata verde, y los pocos árboles que había, secos. Todo es de color tierra, y da una impresión de pobreza tremenda. Pero el mercado, aunque estaba lleno de mierda y barro, tenía su gracia y su colorido ( a mí estas manifestaciones comerciales al aire libre, como zocos, mercadillos, etc., siempre me han gustado mucho). Pues yo, intentando no matarme y agarrándome al negro, miraba todo lo que podía de aquella pobre gente, hundidos en la miseria más mísera, igualito a como cuando salen en la tele en el Telediario desastres y hambrunas en el Africa Negra. Allí había más pobreza y más miseria que la que yo había visto nunca, mucho más que en la India, que tiene mucho colorido, aunque sea pobre. Pero aquello no tenía apenas colorido, solo el de las frutas y verduras y telas que vendía aquella gente. Yo quería parar y comprar algo, pero Paco y los negrazos no me hicieron ni puto caso, y me quedé con las ganas de llevarme un recuerdo de Haití. No pude hacer ni una sola foto tampoco. Pero al menos había conseguido mi capricho: Ir a Haití. Y me hice una idea bastante aproximada de lo que era aquello. Si un día me voy de vacaciones, que no me busquen allí. Pero valió la pena, aunque mi postura sobre el sillín, tan mal asentada estaba, que me produjo durante muchos meses un escozor en salva sea la pàrte que no había manera de quitarme de encima ni con baños de asiento.
Pero valio la pena. Nunca me han gustado las motos, y desde aquello,menos.
Luego volvimos a la relativa civilización de los dominicanos, y el negro chofer desgraciado de la losa puso cara de alegría y asombro, pues nos dijo que no pensaba que hubiésemos salido ilesos de aquel sitio.Estaba estupefacto.
También se quedaron estupefactos de nuestra excursión rara unos plantadores que eran amigos o conocidos, no recuerdo bien, de unos amigos de Paco, gente de pasta, que nos invitaron a un hotel espléndido de Santo Domingo a comer. Yo estaba avergonzada porque venía de excursión, con los pies llenos de barro, y la plantadora parecía talmente salida de una novela de Somerset Maugham, con su moño negro y aceitoso, la pies oscura, un traje brillante y llena de joyas de la cabeza a los pies. Y yo con aquellos pelos.
-¡¿Pero han estado ustedes en Haití?- nos preguntaron, asombrados.
Paco les dijo que yo me había empeñado en ver la isla de la Tortuga (que no vi) y les contamos nuestra odisea con el aduanero, los negros y los supuestos caníbales, y nos miraron horrorizados. Yo preferí cambiar de conversacion.
¡PERO QUE BIEN QUE ME LO PASE!
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