¿Quién inventó el cepillo de dientes? ¿Y las máquinas expendedoras? ¿Cómo se abrían las primeras latas de conservas? ¿Sabía que un lepero fue rey de Inglaterra... y que no es ningún chiste? Javier Sanz, autor de uno de los blogs de Historia más seguidos de la Red, ha reunido en un libro cientos de curiosas anécdotas con las que amenizar cualquier cena.
La jubilación, un invento romano. Una de las claves de la rápida expansión de Roma fue su poderío castrense, representado por las legiones. Eran perfectas estructuras militares, organizadas, disciplinadas y con gran movilidad (recorrían hasta 50 kilómetros al día). Estaban compuestas por ciudadanos alistados voluntariamente y, tras unas rigurosas pruebas, ya adiestrados, debían permanecer en activo 20 años. Al cabo, los veteranos se jubilaban y recibían una porción de tierra y un modesto capital. Aunque el sueño de todos era volver con su familia para descansar y ver cómo sus esclavos trabajaban la tierra, muchos decidieron quedarse en los territorios conquistados.
El legislador más honesto del mundo. Zaleuco de Locris, en el siglo VII a. C., fue uno de los primeros legisladores griegos, pero hoy, lamentablemente, no tendría cabida en la política. Un hijo suyo fue acusado y condenado por un delito adulterio o robo, según las fuentes, cuya pena era la pérdida de ambos ojos. El pueblo pidió a Zaleuco que lo perdonase. «Perdonaré a medias a mi hijo, ya que no es él el único culpable, y mandaré que le saquen solo un ojo anunció; el otro me lo sacaré yo, pues siendo su padre debí haberlo educado mejor; así se dará cumplimiento a la ley, ya que esta nada dice sobre qué ojos hay que sacar». También fue un político ingenioso. Para erradicar de Locris la ostentación, la suntuosidad y ciertas costumbres, legisló: «A una mujer libre, que no la acompañe más que una sirvienta, a no ser que esté ebria. Que las mujeres no salgan de la ciudad por las noches, a no ser que vayan a cometer adulterio. Que las mujeres no vistan ropas doradas ni vestidos bordados, a no ser que sean prostitutas. Que los hombres no lleven anillos dorados ni vestido semejante al milesio [el de los habitantes de Mileto], a no ser que frecuenten prostitutas o vayan a cometer adulterio».
|
Zeleuco impartiendo justicia |
La máquina expendedora llega de Egipto. Tomar un refresco en cualquier lugar y a cualquier hora se lo debemos a Herón de Alejandría (20-62 d. C.), un ingeniero y matemático que destacó por sus inventos relacionados con la mecánica. Además de la primera máquina de vapor (la eolípila) y la fuente de Herón (máquina hidráulica), también inventó la primera máquina expendedora: un recipiente con una ranura en su parte superior por la que se introducía la moneda, que, al caer, accionaba una palanca conectada a un émbolo que subía y dejaba salir una cantidad, en este caso, de agua.
El primer cuerpo de bomberos. Los incendios eran muy frecuentes en Roma en el siglo I: tenía 500.000 habitantes, mucho material inflamable (paja, madera, telas...), iluminación con teas y lámparas de aceite, calles estrechas llenas de tenderetes y, situados en puntos estratégicos de la ciudad, unos cuantos esclavos armados con cubos de agua para sofocar los fuegos. Tras el incendio del año 6 d. C., el emperador Augusto decidió sustituir este sistema, totalmente ineficaz, creando un cuerpo de vigilantes que hoy podríamos llamar el primer cuerpo de bomberos profesionales de la Historia. El cuerpo de vigiles estaba formado por los aquarii (aguadores), que formaban cadenas humanas para suministrar el agua; los siffonarii, que arrojaban el agua al fuego con bombas de mano (sipho), similares a jeringuillas gigantes; y los uncinarii, armados con lanzas provistas de ganchos como las empleadas en la actualidad por los bomberos.
Roma, pionera del 'fast food'. Los romanos tenían ya sus restaurantes de comida rápida, como el Thermopolium y La Caupona. El primero tenía una amplia barra de mármol en forma de ele con varios dolia (recipientes de barro) incrustados para mantener ciertos guisos y bebidas a la temperatura óptima; también taburetes y mesas dentro o fuera del local y esclavos para atenderlas. La Caupona era una tienda de bebida y comidas frías ya preparadas vino, chacinas, quesos o encurtidos para tomar allí o llevar. No había bancos ni mesas; solo una barra exterior para los clientes. Ambos eran llamados tabernae, el origen de nuestras tabernas. Los romanos también tenían las mutatio. Dotadas de cuadras, caballos de refresco, forraje, repuestos para los carros y veterinarios, cubrían las necesidades de los medios de transporte de los viajeros. Estas estaciones de servicio estaban situadas cada 15 kilómetros en las calzadas romanas. Y cada tres mutatio se situaba una mansio, donde se podía comer, darse un baño y dormir.
El primer detector de seísmos. Es del siglo I y lo inventó Zhang Heng, al que se le podría llamar el Da Vinci chino por la gran variedad de disciplinas que dominó (astronomía, poesía, matemáticas, literatura, geografía...). Su artilugio detectaba la dirección en la que se había producido el terremoto, incluso a más de 600 kilómetros de distancia. Era una especie de gran cazuela de cobre que llevaba adosados, en su parte externa, ocho dragones con una bola, también de cobre, en su boca. Cuando se detectaba un temblor, el dragón soltaba la bola y caía en la boca de unos sapos distribuidos alrededor de la cazuela. Y eso indicaba la dirección de la sacudida.
Un lepero, rey de Inglaterra. Aunque a Lepe se la relaciona con los chistes, esto no es ninguna broma. Juan de Lepe era un marino de esta localidad onubense cuyo carácter debía de ser una mezcla del Lazarillo de Tormes (pícaro), Juan Tamariz (tahúr) y el Follonero (bromista y descarado), al que los avatares de la vida llevaron a la corte del rey de Inglaterra Enrique VII. Llegó a ser una mezcla de confidente y bufón del rey. El desapacible clima de la isla hacía que rey y plebeyo pasasen las horas, al calor del hogar, tomando cervezas y jugando partidas de cartas o ajedrez. El rey tenía fama de tacaño y las apuestas no iban más allá de alguna moneda, hasta que un día, pensando que Juan se echaría atrás, se jugó las rentas de Inglaterra aunque luego lo dejó en las de un día a una mano. Juan, sin inmutarse, aceptó. Juan ganó y fue rey durante un día. Se dio una gran fiesta en su nombre y aprovechó para llenarse los bolsillos. Tras la muerte de Enrique VII, en 1509, el lepero decidió regresar a su casa antes de que Enrique VIII decidiese su destino. Ya en su pueblo, se dedicó a disfrutar de la vida y de su fortuna, pero también quiso ganarse el retiro celestial y donó parte de sus riquezas al monasterio franciscano de Lepe con una condición: que se grabaran en su lápida, a modo de epitafio, sus hazañas.