Escuchando la radio el día después de las elecciones pidieron a los apoderados de los diferentes partidos contar su experiencia. La apoderada de Podemos dice, “la experiencia muy positiva, he hablado con todos los apoderados de diferentes partidos con cordialidad, excepto con…”, excepto con los del Partido Popular, claro, pensé yo, pero en su lugar dijo: “excepto con los de Izquierda Unida que ni nos miraron a la cara en toda la tarde”.
Anécdota que supongo de ida y vuelta y que tiene más significado del aparente.
La hostilidad entre Izquierda Unida/Unidad Popular y Podemos ha llegado a un punto excesivo, casi hiriente para quienes, como un servidor, estaba a favor de la confluencia y se siente en sintonía con ambas formaciones. Después de unas negociaciones fracasadas e inusualmente cortas (como si cada negociador tuviera claro que la cosa no iría mucho más allá), ambos partidos tomaron dos caminos diferentes: Podemos ha ignorado a Izquierda Unida por sistema, y hasta pasó por alto el hecho de reivindicar la presencia de Alberto Garzón en debates fundamentales para la carrera electoral. Izquierda Unida, por su parte, ha cargado en campaña contra el partido de Pablo Iglesias por encima de cualquier otro partido, como si el enemigo fuera Podemos y no el bipartidismo o el recambio ciudadano, alertando de su viraje hacia el centro y complicidad con el establishment. En fin,
como una expareja que optan por dos formas alternativas de herirse.
Lo cierto es que Izquierda Unida exacerba uno de los reproches que,
internamente, más dirige la militancia de Podemos hacia su propia directiva. Pero a ciencia cierta, ni la experiencia de gobierno de Podemos en los Ayuntamientos, con o sin mareas, ni la ausencia de historia de la formación morada invita a una acusación tan fuera de lugar. Por más que se empeñen,
Podemos no es el PSOE, al menos hasta que no demuestre lo contrario con hechos desde el gobierno. Izquierda Unida ha fiado su campaña a una confluencia fallida en la que ni Podemos ni Equo han querido ir de la mano, donde dimitieron los propulsores de
Ahora en Común y en la que no se han librado de la
crítica interna. Por si fuera poco, la confluencia no ha servido para aglutinar más votantes (han pasado de 1.686.040 a 923.133) y su representación ha quedado mermada a consecuencia de este hecho y de una ley electoral a todas luces injusta. Por más que su Community Manager consiga trending tópic o Alberto Garzón llene cada sala que pisa, el resultado es que si Izquierda Unida ya era marginal, ahora lo es mucho más.
Aunque presentándose en sociedad existen notables diferencias (Podemos no pide carné, abraza “el centro del tablero” y aspira a un entendimiento de la lucha como arriba o abajo, Izquierda Unida habla de la verdadera izquierda, de honestidad, de un único camino ideológico para llevar a la sociedad a un mundo más justo e igualitario), los hechos hablan por sí solos. Situarse en las antípodas tiene más que ver con la estrategia de unos y otros que con cualquier otra cosa. Si de verdad tanto Garzón como Iglesias creyeran en el famoso “programa, programa, programa” de Julio Anguita, se darían cuenta que los programas de ambas formaciones tienen más encuentros que desencuentros y un fondo similar, la eliminación de las desigualdades sociales. A saber: ambos son ecologistas, ambos son feministas, ambos tienen un programa social muy ambicioso, ambos quieren una quita de la deuda, ambos proponen una reforma del tratamiento de los territorios por parte del estado, ambos hablan de regeneración democrática, de mecanismos de control y de cargos revocatorios, ambos hablan de medidas contra los desahucios… y muchos otros aspectos primordiales para nuestra sociedad.
Los hechos, además, refrendan esta teoría. Tanto a nivel macropolítico, como a nivel micropolítico, Podemos e Izquierda Unida votan en torno al 80%-90% lo mismo en los plenos. Las estadísticas hablan por sí solas.
Si el problema en Izquierda Unida, según Podemos, es de regeneración de sus órganos directivos y un tema puramente económico, qué mejor aliado que Alberto Garzón para comandar cambios dentro de una masa social prima hermana. Al fin y al cabo, más dinero pierden ambos bajando la representatividad, que inmersos en reparticiones. Y cabe recordar que Alberto Garzón se enfrentó a la
vieja guardia de Madrid, disolvió su federación y ha terminado afrontando la campaña con una tremenda soledad mediática, en parte por las estrictas reglas de los medios de comunicación: “O Alberto o nada”. Pero si alguna posibilidad de entendimiento tienen ambas formaciones, será gracias al sus dos directores generales,
Pablo Iglesias y Alberto Garzón y no a directivas y militancias difícilmente reconciliables. Las acusaciones de unos y otros sólo se podría corregir con una de sus características antinatura, el mandato desde arriba de otra forma de relación.
Y,
las vueltas que da la vida, quizás Podemos e Izquierda Unida tengan una última y casi imposible oportunidad de confluencia (lo dijo ayer
Jordi Évole), debido a la ingobernabilidad de España tras las últimas elecciones. Salvo sorpresa, estamos destinados a unas nuevas elecciones o a vivir una legislatura corta, momento en que ambas formaciones podrían hacer cuentas. Mejor juntos y con 14 diputados más, que separados y con una deuda moral con los verdaderos interesados de la confluencia: la gente. O al menos, con aquellos que necesitan de planes urgentes de rescate que puedan librarlos de la precariedad, la pobreza y la marginación social. Esos, precisamente, que no entienden de siglas ni de estrategias, sino de trabajo, techo y comida, las cosas esenciales por las que este país necesita un acuerdo.
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