Cuando me mudé a la casa grande pensé enseguida en conseguir un gatito..Para mí una casa sin gato no es un hogar. No deseaba ninguno de raza y con pedigree, sino que mis simpatías se decantaban más por un ejemplar popular y sin pretensiones,cosa nada difícil de hallar,pues lo que sobra, desgraciadamente, son gatos sin amo.
Se corrió la voz, y mi padre me dijo que un amigo suyo tenía una gata medio persa que había tenido crías, que ya habían cumplido el mes y que eran una preciosidad.No lo pensé dos veces. Allí nos fuimos.
Ya estaba toda la camada convenientemente colocada menos dos, una hembra dócil que no se separaba de la madre y otro, que era el raro del grupo, al que nadie casi había visto pues huía de la gente y se pasaba la vida en los arboles.
Aquel día se dejó ver fugazmente. Vimos pasar una pequeña bola peluda gis-negra-blanca que fué a esconderse rápidamente debajo de un barril, dando muestras de total misantropia. Enseguida cayó simpático aquel huraño ser, que tan poco apreciaba la compañía humana, como si tuviera una inteligencia o un instinto superdesarrollados. Me asomé detrás del barril y lo ví, allá abajo, pequeño y asustado, pero furioso. Su cara era blanca y negra, y llevaba sobre los ojos como un antifaz de forma irregular que le daba el aspecto de alguien que se hubiera vestido demasiado deprisa para ir a un baile de máscaras, o que le hubiera caído por encima de una cabeza blanca un tintero de tinta china.Bufaba e intentaba intimidarnos desde su escaso palmo de altura.Para nosotros fué el flechazo. Aquel y ningún otro. Su suerte estaba echada.
Pero entonces el problema era cómo cogerlo. No es fácil echar mano a una bola peluda y furiosa que defiende su independencia con uñas y dientes.. Hubo que pedir prestado un guante de cuero,y, tras ímprobos esfuerzos, la fiera fué reducida y metida en una bolsa de lona.En el camino hacia casa, en el coche, lanzaba lastimeros maullidos y yo abría una rajita para mirarle. Daba pena ver tanta indignación y tanto miedo a la vez que tanto desamparo. Trataba de tranquilizarle con mi voz, pero era inútil.
Lasdos primeros noches fueron fatales para todos.Lo pasamos horrible. El nuevo miembro de la familia se negaba a dejarse ver, pùes se había metido en un sofá en una esquina del comedor y se pasaba el tiempo maullando y llamando a su madre., sin querer comer, y yo sintiéndome una malvada atormentadora de gatitos.
Pero al tercer día la cosa cambió. Aceptó por fin la comida que le dábamos y tragó con ansia.Abandonó definitivamente su voluntario aislamiento y se posesionó de una de las mejores butacas, donde durmió veinticuatro horas seguidas, agotado de tantras emociones.
Los días que siguieron fueron de mutuo conocimiento, ronroneos sorprendidos de ver que no éramos tan malos y mimos para que no echase de menos a su madre y a su jardín. Por suerte teníamos terraza con muchas plantas.
Que por cierto destrozó casi todas en su infancia, y le bautizamos con el nombre de Atila, pues dejó aquello como si los hunos hubiesen pasado por allí.Cavaba túneles todo eldía y se subía a las plantas más altas, añorando tal vez los arboles perdidos.
Al cabo de algún tiempo tuvimos que quitarle la A inicial de su nombre, pues nos salió con gran asombro por nuestra parte, una chica. Toda una señora y majestuosa gata, que ahora tiene un porte digno y altivo como su abuela persa, y que ha trocado su mal genio cachorril por el más dulce de los caracteres gatunos.
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Tila murió a los 18 años, de puro vieja, después de una estupenda vida.
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