Por ejemplo, la ternura en el amor se consideran como distintivamente humana. Pero de la selva y aún del océano podemos aprender cosas que no se enseñan
en nuestras escuelas.
En la danza de amor del “Pez Peleador”, la historia de amor
de esos peces la comienza el macho; que se muestra inopinadamente excitado, no
en cuanto a hacer el amor, sino en la tarea de formar un nido (una pequeña
acumulación de aéreas bagatelas, como un castillito que en su mayor parte
sobresale del agua) para tener allí sus hijuelos. Hasta haber fabricado el nido
no da ninguna señal de que haya de por medio una madre.
Con el nido ya hecho, las escamas del macho empiezan a
fosforecer con fastuosos colores, que se tornan iridiscentes al aproximarse una
hembra. De súbito, se lanza hacia ella y boga a su alrededor deslumbrando sus
ojos. Si ella quiere mostrarse condescendiente, también comienza a fosforecer
un poco, aunque más modosamente, luciendo sólo una muestra de claras bandas
grises sobre fondo castaño. Ella repliega sus aletas apretadamente y nada hacia
él. Y él, temblando de excitación y expandiendo sus aletas hasta casi el punto
de rotura, vira de soslayo, para enfilarla con una andanada de deslumbrantes
colores.
Por último, él nada impetuoso hacia el nido, con movimiento
arrollador, graciosamente sinuoso, haciéndole señas para que le siga, lo cual
hace ella, tímida y recatada. Cuando los novios se hallan directamente bajo el
nido, se sigue un juego de amor parecido a la hipnótica danza de un bailarín
balinés. El macho encanta sin cesar con sus magníficas andanadas de colores a
la dulce deseada, y ella sigue todos sus movimientos, manteniendo la cabeza
constantemente vuelta hacia él. En ese punto, los colores se hacen más
fulgurantes, más frenéticos los movimientos, los círculos en que giran, más
pequeños, hasta que los cuerpos se tocan. Entonces, el macho de súbito desliza
su cuerpo estrechamente alrededor de la hembra, y ambos consuman el gran acto
de la reproducción. En suma, el modo de amar de cualquier especie de pez viene
a ser tan apasionado como el de toda criatura carnal.
Por otra parte, no hay que creer que los animales son
moralmente mejores o peores que nosotros. Los juicios morales son inaplicables
allí donde prevalece la vida instintiva. Tomemos el ejemplo de las hermosas y
gráciles aves blancas: los cisnes son, en general, monógamos, y presuntamente
fieles a su pareja, por toda la vida; pero un estudio halló una vez el caso de
un viejo cisne, que expulsó furiosamente de su lado a una hembra extraña que se
le había aproximado, cerca de donde la esposa estaba empollando, al
insinuársele con pretensiones de amor. Sin embargo, se le vio en el mismo día
encontrarse con la coqueta en el lado opuesto del lago y sucumbir a sus
encantos sin más rodeos. Los investigadores se inclinan entonces a encontrar
“flaquezas humanas” en casi todos los animales.
Un perro, por ejemplo, que haya sido un embustero consumado,
y uno que venga siempre a recibirnos a la puerta del hogar con exuberantes
manifestaciones de cariño y ladre furiosamente a los desconocidos, podrá, con
la vejez, perder la vista. Si un día el viento le viene contrario y su perro lo
desconoce, saldrá a ladrarle fieramente a Ud., pero al acercársele se parará en
seco y después seguirá de largo hasta el otro lado del camino, donde simulará
ladrarle al perro de los vecinos.
Los gatos son también extremadamente celosos de su garbo y de su dignidad. Si por alguna circunstancia – tal vez un suelo escurridizo -, yendo muy apresurados, dan un resbalón hacia un lado, se vuelven instantáneamente como para examinar un objeto situado en la dirección de su desviación forzosa, poniéndose a olerlo por todas sus caras, cual si hubiera sido su intención buscar ese objeto desde un principio. Esto es bien cierto, y yo, que siempre he tenido gatos, lo he visto con mis propios ojos.
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