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Pieles NO

martes, 12 de junio de 2012

Historia de la pasta de dientes (2.000 a.C., en Egipto)



La primera pasta dentífrica mencionada en la historia escrita fue ideada por médicos egipcios hace cuatro mil años. Altamente abrasiva y dotada de un intenso sabor, se fabricaba con piedra pómez pulverizada y un fuerte vinagre de vino, y era aplicada con un palito. Según los criterios modernos, resultaba considerablemente más atractiva que la primera pasta dentífrica romana, elaborada con orina humana, sin contar con que, al ser líquida, servía también de enjuague. Los médicos romanos del siglo I sostenían que cepillar los dientes con orina los blanqueaba y los aseguraba más sólidamente a sus alvéolos.
Las mujeres romanas de clase alta pagaban muy cara la orina lusitana, considerada la más valiosa, puesto que, según se decía, era la más fuerte del continente. Los historiadores del arte dental creen que esto pudo ser cierto, pero tan sólo debido a que el líquido llegaba desde el actual Portugal a través de un largo itinerario terrestre. La orina, como componente activo de las pastas dentífricas y en los enjuagues, seguía siendo utilizada en el siglo XVIII. En realidad, aunque sin saberlo, los antiguos dentistas aprovechaban las moléculas limpiadoras del amoníaco contenido en la orina, moléculas que más tarde serían utilizadas en las modernas pastas dentífricas.
Con la caída del Imperio Romano, la técnica y la higiene dental se deterioraron rápidamente en Europa. Durante quinientos años, los hombres aliviaron sus dolores de muelas con medicamentos caseros y extracciones de tipo artesanal. Los escritos del médico persa Rhazes, del siglo X, señalan un renacimiento de la higiene dental, así como un perfeccionamiento en sus técnicas. Rhazes fue el primer médico que recomendó los empastes de cavidades. Utilizaba una pasta espesa elaborada con alumbre (contenía amonio y hierro) y mástique, una resina amarillenta procedente de un arbolillo perenne mediterráneo de la familia del anacardo. En aquellos tiempos, el mástique era un ingrediente esencial en los barnices y los adhesivos.
Por más perfeccionado que fuera el material de relleno empleado por Rhazes, perforar una cavidad para que aceptara un empaste exigía un alto grado de destreza en el dentista y una resistencia sobrehumana en el paciente. El problema más grave planteado por las primeras fresas dentales era su rotación exasperantemente lenta. El dentista agarraba el instrumento entre su pulgar y su índice y trabajaba manualmente con él, en un sentido y en otro, mientras profundizaba hacia la parte inferior de la pieza.
Hasta el siglo XVIII no aparecería la fresa mecánica, de un tamaño parecido al de un reloj de bolsillo y provista de un mecanismo interior de rotación. Y hasta que el dentista personal de George Washington, John Greenwood, adaptó la rueda de hilar de su madre para este fin, no existió una fresa dental relativamente rápida y accionada con pedal. Por desgracia, el intenso calor que generaba su rápida rotación representaba otro inconveniente, aunque éste se veía compensado porque el dolor duraba menos. (En tanto que la fresa de Greenwood giraba a unas quinientas revoluciones por minuto, los modernos modelos, enfriados por agua, funcionan a más de medio millón de vueltas.)

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