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Pieles NO

martes, 24 de abril de 2012

La honesta gata de Messalina (cuento mío)


La descocada Messalina, esposa del emperador Claudio, tenía una gata persa blanca y de ojos azules que respondía por Pomponia, y había sido regalada a la corte por el embajador de aquel lejano país.

No era feliz en Palacio, pues ella hubiera deseado llevar una vida sosegada, tener un amo, gatitos, y todas esas cosas que hacen las gatas bien nacidas. Pero allí no era posible. Entre el ir y venir de embajadores, moscones que venían a conseguir favores y prebendas, y sobre todo aquellas agitadas noches de orgía que organizaba la emperatriz, no era posible tener paz.

Pomponia se pasaba la vida debajo de las mesas y acurrucada en los rincones, y la aterraba la presencia marcial de los militares oliendo a cuero y a mugre, que irrumpian en las estancias haciendo temblar hasta las columnas, haciendo tintinear sus arreos de cuero y gritando a voz en cuello “¡AVE!”, como si allí todos fuesen sordos. Los senadores eran más relajantes, pues se deslizaban con sus exquisitas sandalias de cuero, sus túnicas orladas de púrpura y se limitaban a cuchichear complots al oído, cosa que a Pomponia le tenía sin cuidado.

Pero ni unos ni otros le hacían el menor caso. Menos mal que en las cocinas una vieja criada se compadecía de ella y le guardaba restos de festines con lo que podía olvidar su sobresaltada vida allí.

Lo peor eran las noches en que Messalina recibía, pues sus fiestas siempre acababan en bacanal. Su ama no le hacía el menos caso, estaba demasiado ocupada en batir récords de permanencia horizontal y otras invenciones. Cuando estaba en su fragor la orgía, los taburetes volaban y los triclinios se hundían, Pomponia, horrorizada, se escondía tras una colgadura y pensaba que que dónde había ido a parar. Suspiraba y se decía que en sus satrapías había harenes, pero que las cosas se hacían con más discreción y mucho menos ruído. El ruido la molestaba mucho, así como el olor del vinazo que corría a torrentes y los alaridos de algun esclavo al que traían para divertirse aquellos romanos decadentes y le iban cortando a pedacitos ante el regocijo de la concurrencia. Era terrible aquello y Pomponia no se acostumbraba.

Hasta que un día llegó a la Ciudad Imperial Marco Polibio Craso, afamado general que defendía las fronteras y arribaba después de una aplastante victoria contra los partos.

Llegó a Roma en su carro de guerra, y las doncellas y las que no, se apretujaban en las calles con cestillos llenos de pétalos de rosa para lanzárselos a su paso. Llegaba sudoroso el milico, y las flores se adherían a su cara y pelo , pero era tal su euforia y tan perfecta la gloria que saboreaba, que nada le importaba. De esta guisa llegó al palacio del César para prosternarse ante él.

Claudio estaba en ese momento debajo de una higuera comiendo plácidamente los frutos recién cogidos del árbol, pues se le importaba un bledo lo que pasaba en su casa. Algún asunto de estado aparte, había llegado a la conclusión que si se preocupaba por las cosas que sucedían allí dentro, acabaría volviéndose loco o teniendo que ponerse a matar gente, y es sabido que Claudio era pacífico y además aspiraba a llegar a avanzada edad.

Por lo tanto, Marco Polibio no encontró a su emperador, sino que fue conducido directamente a los apartamentos de Messalina, que ya estaba confeccionando la lista de invitados de su próximo guateque. Ésta, al levantar la cabeza y ver al miles gloriosus, que a pesar de llegar cubierto de sudor y pétalos era alto, robusto, macizo y de buena planta, en buena conocedora de material masculino, de una sola ojeada decidió que aquel ejemplar no podía faltar a su próxima fiesta.

Pomponia, según su costumbre ( pues a pesar de todo era curiosona) observaba desde debajo de una colgadura de damasco, y sus azules ojos no se perdían detalle.

-Señora mía- dijo el esforzado guerrero hincando rodilla en tierra y quitándose trabajosamente el casco con plumero, lo que dejó al descubierto una magnífica y asquerosa pelambrera. –Señora, heme aquí a tus plantas, yo, tu servidor, que llega de Partia con cien victorias para Roma…

- Bueno, bueno…- dijo Messalina yendo al grano. –Eso ya se lo contarás a mi esposo… ¿por qué no te vas a bañar para estar listo y dispuesto para mi fiesta de esta noche?. Tribuno, eres hombre aguerrido, eso salta a la vista, pero apestas…

Y la emperatriz se levantó, pasando una delicada y blanca manita por la pelambrera del militar, que como no se había lavado desde su salida de Roma cinco meses antes, dejó pringosa y negra la regia palma.

Pomponia, al ver el gesto , cerró los ojos con resignación.

-Ya empezamos…- se dijo. –Pobre hombre, ni descansar de su dura campaña le van a dejar. ¡¡¡Maaaaaauuuyyyyyy!!!...

Ya se le había escapado. Los gatos no solo dicen miau, como mucha gente cree. Tienen expresiones muy parecidas a las de los humanos, según las circunstancias. Con su gemido lastimero había delatado su presencia. El tribuno, que se estaba poniendo nervioso porque veía lo que se le venía encima y era hombre prudente, pensó que ya le habían bastado cinco meses con los partos y haber salido indemne, y que tentar a la suerte una vez más era suicida. Además, a él le gustaban gorditas y rubias y Messalina era morena y delgada. Por eso, al oír el maullido de la gata a unos dos metros de donde él seguía hincado le dio la idea de cambiar de conversación.

-Desde luego, mi señora, que iré a lavarme en cuanto pueda…Pero es que no he tenido tiempo…OOooohhh, qué delicioso animalito tenéis…ya me habían dicho que erais de gustos exquisitos…¿Puedo verlo de cerca?

A esto Pomponia, a quien le había caído bien desde un principio la futura víctima de su ama, salió de detrás de la cortina con el rabo tieso, haciendo mil zalemas y abriendo mucho sus ojos azul porcelana para que brillaran a la luz. Se acercó al esforzado guerrero ronroneando y le puso una peluda patita encima de la sudorosa rodilla, a la vez que ronroneaba más y mas fuerte.

-¡Oh!-dijo el miles.-Es un gato como los que tenemos aquí, pero con mucho más pelo…

-Sí, es una gata persa-contestó cada vez de peor talante Messalina al ver que se le hacía tan poco caso, y su piececito empezaba a repiquetear peligrosamente sobre el mármol del pavimento.

Pomponia, encantada de encontrar a alguien que le hiciera caso, aunque estuviera tan sucio y maloliente, se le empezó a subir al tribuno por la cota de cuero hasta llegar al hombro, desde donde se frotó contra su rostro, poniéndose hecha un asco de polvo, sudor y pétalos de rosa. El hombre la acariciaba, y recordaba que cuando niño había tenido un gato, romano y vulgar, que un tío suyo le trajo del Sumenio y que cazaba unas ratas como conejos. Pero aquella gatita era de otra clase.

-¡Ya está bien! ¡Por Venus!- estalló Messalina. -¡Tribuno, ¿os mofáis de mí? ¡¿Habéis venido a verme a mí o a la gata?!..

-¡Por Marte!!- estalló a su vez Marco Polibio, harto ya de aquella fémina pesada e insistente. Se puso en pie, con Pomponia en el hombro y los ojos llameantes.

- ¿¡¡Dónde está mi señor??!!...¡¡¡Quiero ver a mi señor Claudio!!! – gritó, casi al borde de la histeria.

-¡Por Jano Bifronte!- exclamó con voz tronante el emperador entrando con un higo en la mano. -¡¿Es que no se puede estar tranquilo en esta casa?!. ¿Qué son esos gritos?

Marco Polibio, que se había incorporado, se volvió a hincar ante su emperador y le soltó la retahila de sus victorias contra los partos. Mientras, el coturno dorado de Messalina se estrellaba repetidamente en el suelo, presa de un incipiente ataque de nervios.

-¿Y qué bicho lleváis ahí en el hombro, tribuno?- preguntó despistadamente Claudio.

-Señor, es una gatita de vuestra esposa, animalito encantador…

-¿Os gustaría quedaros con él?- le peguntó Claudio. –Aquí no hacemos más que pisarle el rabo todo el día…

-¡Oh, sí, mi señor, me gustaría mucho!. Me encantan los gatos, me recuerdan a mi lejana infancia. Me la llevaré a mi quinta de la Vía Apia, que tiene un gran jardín, y allí será feliz. Será un lugar más apropiado para ella…

Mientras, la emperatriz se había arrojado de bruces en un triclinium de doradas patas y daba mordiscos a los almohadones.

-¿Qué le pasa a vuestra regia esposa?. ¿No se encuentra bien?

-Nada, nada, no os inquietéis, mi fiel Marco. A veces hace cosas raras…Y ahora, por vuestro bien, iros. Ya os propondré en el Senado para algo…

Y el bravo militar vencedor en cien lides se fue de allí aliviado y contento, haciendo arrumacos y dando besitos a Pomponia, que no cabía en sí de gozo. Unos conmilitones que afuera esperaban a su jefe y amigo, al verle salir tan arrobado creyeron que había conseguido algún favor de Messalina, y le hicieron bromas bastas y soldadescas. Pero éste ni siquiera les miró. Se montó en su carro triunfal y ordenó a su auriga que le condujese a su villa, donde le esperaba un baño y su esclava favorita, una rubia gordita y además, amante de los animales.

Y aquí acaba esta historia de la Roma corrupta y decadente. Pomponia pudo vivir una existencia normal y feliz, tener tranquilamente preciosos gatitos que trepaban por los arreos castrenses de su amo, y, lo que es más importante para cualquier gato o perro, unos amos cariñosos y la tripa siempre llena.

FIN

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