pieles no
lunes, 25 de abril de 2011
Niños robados
Durante décadas miles de bebés en España fueron sustraídos o separados irregularmente de sus padres.
"¡Con el dinero que me has costado! ¡Podría haber comprado una piara de cerdos!". Liberia Hernández escuchó durante muchos años este reproche de su madre adoptiva. "Con el tiempo, cuando le pregunté por qué me habían adoptado para tratarme tan mal, me confesó que le habían pedido a su sobrina, sor María Soler, que les buscara a alguien para que les cuidara el día de mañana, cuando fueran mayores. Y ese alguien fui yo".
"Olvídate de ella. Donde está y con quien está, está mucho mejor", le dijeron las monjas a su madre biológica
"Me dijo que ya no me llamaría Liberia. Sor María me golpeó en la cabeza hasta que aprendí mi nuevo nombre"
Liberia nunca sintió a aquella pareja de Alcoi (Alicante) como sus padres y ellos nunca la trataron como una hija. "Este es el contrato de compraventa", cuenta con sorna, mientras muestra el documento de su adopción. Lo firman Juan Rabira Méndez y Bernardo Acuña Dorta. Este último, condecorado por el régimen franquista por haberse sumado al golpe militar el mismo 18 de julio de 1936, era el administrador de la casa cuna de Tenerife, donde fue recogida y trasladada a Alicante cuando tenía ocho años. La que no aparece por ningún sitio es la firma de su madre biológica, que jamás autorizó la adopción y que durante meses acudió a la casa cuna preguntando por el paradero de su hija, hasta que le dijeron que estaba "con alguien mejor" y le prohibieron volver a entrar en el centro regentado por la Hermanas de la Caridad.
La madre biológica de Liberia se había visto obligada a ingresarla en la casa cuna. Se había quedado viuda durante el embarazo, y para sacar a sus siete hijos adelante se casó cuando pudo con otro hombre de Arafo (Tenerife) que le dijo que no quería bebés que no fueran suyos en la casa. "Creemos que a mi padre lo mataron por orden del cacique del pueblo por un asunto de tierras. Lo tiraron por un barranco cuando mi madre estaba embarazada de mí. Ella volvió a casarse enseguida, con un hombre al que no quería, Camilo, para sacarnos adelante. Pero él dijo que no quería bebés. Así que mi madre me llevó a la casa cuna de Santa Cruz de Tenerife para que me cuidaran hasta que creciera un poco. Iba a verme todos los días. Ella me decía: 'Ya queda poco, pronto te reunirás con tus hermanos'. Jamás pensó abandonarme", relata Liberia, que hoy tiene 56 años. Tuvo que esperar casi tres décadas para volver a verla. Un anuncio en una revista del corazón permitió el reencuentro de ambas.
En la casa cuna, Liberia padeció una pesadilla interminable. "Vivíamos aterrorizadas por las monjas. Había niñas que se golpeaban contra la pared igual que hacen los enfermos mentales. Te castigaban por cualquier cosa. Si te hacías pis en la cama, las monjas te ponían las bragas en la cabeza y te hacían pasear con un cartelito que decía: 'Se ha orinado en la cama. Meona', por delante del resto de niñas, que se reían de ti. Para castigarnos, otras veces nos arrastraban adonde tenían a las gallinas y los conejos, recogían excrementos y nos los pegaban a la boca con esparadrapo. Sor Milagros siempre llevaba colgando de una parte del cinturón el rosario y de la otra las tijeras con las que cortaba el esparadrapo. Te dejaban así hasta que se acordaban de ti y te decían que podías a ir a lavarte...".
De vez en cuando, recuerda, la vestían de punta en blanco. "Entonces sabías que ese día había exposición. Nos llevaban al despacho de sor Juana a cuatro o seis niñas y nos ponían en fila. Venían matrimonios y nos miraban los dientes, el pelo, te levantaban la falda para ver si tenías las piernas torcidas... Era como si compraran caballos. Recuerdo perfectamente el olor de los cigarrillos de ellos, y lo bien vestidas que iban ellas. A los pocos días siempre desaparecía alguna de la fila, generalmente la niña más pequeña".
A Liberia nunca la escogieron. Acabó a los ocho años en una casa de Alcoi por intermediación de una monja, sor María Soler, que quiso complacer a sus tíos y pidió una niña a las monjas de su congregación. "Entonces ella trabajaba en un psiquiátrico de Tenerife. Me llevaron allí y ella me dijo que ya no me llamaría Liberia Hernández Rodríguez sino María Nácher Guerola. Yo decía que no me llamaba así... Me dio golpes en la cabeza hasta que vio que decía bien mi nuevo nombre".
Sor María la llevó en barco hasta Valencia. "Estos son tus padres", le dijo ya en el puerto. "Me dieron miedo", recuerda Liberia. "Era un matrimonio mayor. Ella iba de luto riguroso y él estaba medio desdentado. Me escondí bajo el hábito de la monja y ella me dio empujones para que les diera un beso. No entendía nada de lo que decían porque solo hablaban valenciano. De ahí fuimos a casa de la monja. Estaba abarrotada de gente. Luego supe por qué. Sor María se había hecho monja después de que sus padres le impidieran que se casara con su novio. El padre, al enterarse, dijo que no quería verla más y aquel día era el reencuentro. Mucha gente había ido a la casa por el morbo de ver cómo reaccionaban y también para verme a mí. De ahí nos fuimos a Alcoi".
En Alcoi arrancó su nueva vida como María Nácher Guerola. "Cada vez que les decía que me llamaba Liberia y no María, me castigaban. Al final tenía tal lío que repetía todos los nombres juntos. Cuando decía que quería ver a mi madre, no me respondían. Al poco tiempo, mi padre adoptivo empezó a acosarme. Entraba en la habitación y...". Liberia se emociona. "Una vez le conté a una monja lo que me pasaba y me dijo que no se lo contara a nadie y que rezara mucho".
En aquel hogar fue siempre una especie de criada. Fregaba, cocinaba... Con 14 años sus padres adoptivos la pusieron a trabajar limpiando en otras casas y en una panadería. Una de las clientas habituales, que trabajaba de comadrona en el hospital civil de Oliver, le preguntó un día por qué le asustaban tanto los hombres. "Cuando entraba alguno en la tienda me escondía. Al final terminé contándole lo que me pasaba en casa y me propuso quedarme a trabajar de interna en el hospital. Fue mi pequeña salvación, aunque los fines de semana tenía que volver a casa. Entré de limpiadora, y después estudié y fui auxiliar. El dinero que ganaba se lo quedaba mi madre adoptiva".
Cuando, ya casada, tuvo la oportunidad de desentenderse de aquella pareja que nunca la había querido, Liberia no lo hizo. Cuidó hasta que murió a su madre adoptiva y también al hombre que la había acosado durante años, después de que este sufriera una embolia. Nunca le denunció. De su madre biológica no volvió a saber en mucho tiempo. "Pero yo nunca olvidé que me llamaba Liberia y gracias a eso pude reencontrarme con mi familia", cuenta. Hace 26 años que volvieron a verse.
"Mi hermano Quico puso un anuncio en la página SOS de la revista Pronto buscando a su hermana Liberia. Fue en 1986. Al verlo, una amiga mía que conocía mi historia pensó que esa Liberia podía ser yo y le llamó para darme una sorpresa. Era yo. Organizamos el reencuentro. Todos mis hermanos y sobrinos fueron a buscarme al aeropuerto de Tenerife. Ellos lo llaman La reconquista de Liberia. Fue muy emocionante. Mi madre aún vivía. Yo entonces pensaba que me había abandonado y tuvimos un enfrentamiento. Ella me dijo: '¿Pero tú crees que alguien que cría 10 hijos -con Camilo había tenido otros tres- abandona a uno?'. Lo dijo con tanta emoción que la creí. Luego me explicó que había ido muchísimas veces a preguntar por mí a la casa cuna, hasta que le prohibieron la entrada, y siempre le decían: 'Olvídese, donde está y con quien está, su hija está mucho mejor".
A Liberia y a su madre solo les dio tiempo a conocerse y disfrutar una de la otra durante dos años. "Antes de morir, me hizo una petición. Me dijo: '¿Por qué no te cambias los apellidos y vuelves a ser mía?". A Liberia le costó años conseguirlo. En el proceso descubrió que tenía tres partidas de nacimiento diferentes, con fechas diferentes y con nombres de padres diferentes. "Escribí a la Casa del Rey y todo para que me ayudaran. Al final lo logré. Ya vuelvo a ser Liberia Hernández Rodríguez"
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