HISTORIAS PARA NO DORMIR
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Como hoy es Día de Difuntos y se supone que los espíritus de los muertos andan sueltos por ahí, más que de costumbre, me parece una buena idea, en esta tarde desapacible de viento escribir algunas de las peripecias que me han pasado con fantasmas y seres de otros mundos, y las que también les han ocurrido a familiares míos. Todo lo que voy a escribir, así como todo lo que siempre escribo, es verdad. Nunca he contado mentiras. Puedo equivocarme, pero faltar a la verdad jamás. Algo de lo que aquí voy a contar me parece que ya lo dije, como la presencia inquietante de la lucecita en las noches de mi infancia, pero hay otras cosas que no he escrito nunca. Yo pienso que a todo el mundo, en mayor o menor grado, le han ocurrido estas cosas, pero no las dicen para que no los tomen por chiflados. Como esto a mí me la repanfinfla, no me importa lo más mínimo, pues puedo permitirme el lujo de contarlo, y luego que cada cual piense lo que le dé la gana. Solo puedo decir que juro por mis muertos (muy apropiado en el día de hoy) que no me he inventado nada, nunca lo he hecho y nunca lo haré. Y esto es sólo una pequeña muestra de las cosas extrañas que he vivido.
Tengo sangre celta por parte de padre (gallegos) y madre (irlandeses) y a esta gente no les extrañan nada este tipo de historias.
Cuando era pequeña yo dormía en una cama grande con mi abuela. Menos mal, porque si no lo hubiese pasado fatal. Cuando apagabamos la luz por la noche yo veía en la esquina del dormitorio, en un sitio que nada podía reflejarse, pues era una pared encalada (entonces todas las casas estaban encaladas, como en los pueblos, y Palma era como un pueblo) una lucecita. Pequeña, pero que seguía allí fija toda la noche. No podía entrar de la calle, pues mi abuela cerraba la persiana enrollable a cal y canto, y en estas no se cuela ni un rayito de luna. El dormitorio daba a la sala de estar, donde todo quedaba apagado y oscuro. Yo era pequeña, como de cuatro o cinco años, pero n o idiota, y de día indagaba de dónde podía proceder aquella extraña lucecita que tanto me asustaba por la noche y me hacía tener que dormir pegada a la espalda de mi abuela y con la cara tapada por las sabanas. Un día se lo dije a mi madre, y se enfadó. Me dijo: “-¡No digas tonterías!”-, con tanta autoridad, que nunca volví a mencionar el asunto. Con los años la lucecita se fue, pero nunca supe qué diantre era aquello.
Más tarde, ya en la adolescencia, dejé la cama de mi abuela, pero no el dormitorio. Allí había otra cama antigua de madera, no tan grande como la de matrimonio y mayor que una individual. Estas camas ya no se fabrican de esta medida, y se llamaban “camas cameras”. Pues yo estaba muy a gusto, junto a la ventana, pero al poco de estar allí al apagar la luz oía como si alguien rascase con las uñas por la cabecera de esta cama, que era toda de madera. Yo de día miré bien por atrás, por donde venía el ruidito, y no vi nada. Por supuesto no teníamos ratones, y la cama estaba separada de la pared unos 10 centímetros. Pero esta vez los espíritus o lo que fuera no tuvieron el gusto de asustarme. Yo decidí que podían rascar todo lo que les diese la gana, y seguí durmiendo, con ruidos rascadores o sin. Aquello, con el tiempo cesó. Tampoco supe nunca lo que era.
Una vez, en el mismo edificio en el que pasaron estas cosas, en la entrada de la calle, o sea, el zaguán o comosellame lo primero que se encuentra de una casa al entrar de la calle, apareció con unas pisadas en el techo bien claras, pisadas de alguien con zapatos que se hubiese paseado cabeza abajo, como las moscas. Pero las moscas y las arañas y bichos que pueden andar cabeza abajo no usan zapatos. Yo, acostumbrada a las cosas raras desde mi más tierna infancia, no dije nada a nadie. Todos los vecinos –solo eramos cuatro viviendas- tuvieron que verlo, pero que yo sepa nadie dijo nada. O al menos yo no me enteré, ni pregunté. Raro sí que me parecía, pero las cosas raras cada vez eran menos raras para mí. Pintaron el techo y nunca más supe de aquello.
Cuando estaba ya casada vivimos de alquiler unos años antes de comprar el ático que ahora tenemos, y a veces en la entrada de mi piso (aquí no era el zaguán de la casa, ¿eh?. Era NUESTRO piso. Pues nada más traspasar el umbral de nuestro piso, a veces había un olor a mierda, con perdón, que tumbaba de espaldas. En la escalera no olía nada, y fuimos al cuarto de baño y allí solo olía a limpio. No había tuberías ni filtraciones ni nada. Solo el olor a mierda, que se fue cuando le dio la gana, igual que todas las cosas raras anteriores.
Mi abuela murió a los 78 años, más o menos. Un día se cayó al suelo porque se partió el hueso de la cadera a causa de una osteoporosis avanzada, y la operaron en la Clínica Miramar. Al poco tiempo murió. Cuando estaba en la clínica, los primeros días estaba durmiendo con ella mi madre, hasta que un día mi abuela, estando sola con su hija, le preguntó:
-¿Y qué hace toda esta gente allí, que me está mirando?
Dijo mi abuela, señalando una esquina donde no había nada ni nadie.
Mi madre se asustó muchísimo, y le dijo a mi padre que ni loca pensaba pasar otra noche en aquella habitación llena de gente invisible. Mi padre se cachondeó de ella y se quedó él. Parece que no vio nada.
Al morir mi abuela estaba yo presente, y entonces pareció que veía a alguien, pues llamó por su nombre a mi abuelo, su adorado marido, Alberto Cortey.
-¡Albert, Albert!- dijo, y expiró.
Como mi abuela era un poco parada, yo siempre pensé que mi abuelo, muerto desde hacía un montón de años (mi abuela se quedó viuda a los 34) había venido a buscarla para que no se despistase.
Cuando mi madre murió, otra vez se repitió una historia parecida en la misma clínica. Mi madre estaba al borde de la muerte por un problema respiratorio y además tenía el corazón débil. Cuando murió yo estaba con ella, y me dijo:
-¡Esta noche me ha pasado una cosa de esas que a ti te gustan!. ¡En mi habitación ha pasado una procesión de gente con velas, y solo la he visto yo!¡ya te contaré!!
Caray, pensé yo enseguida. Esto se parece mucho a la Santa Compaña de los gallegos.
Pero mi madre murió al cabo de una tres horas de esta sorprendente noticia y no me pudo contar nada más. Pero era más que suficiente.
Una vez, estando yo en Sevilla visitando a la familia de mi padre que toda es de allí, salí a merendar con un primo hermano mío hijo de una de las dos hermanas de mi padre. Este primo tiene la misma edad que yo, solo dos semanas de diferencia nos separan. Los dos nacimos en Noviembre, el a principios y yo a finales. Siempre, de pequeño, había sido muy bueno para las cosas relacionadas con la electrónica, y era un muy buen técnico de la Televisión del Canal Sur. Me contó que de vez en cuando tenía que pasar una noche o dos en una caseta de control que había en la playa de Mazagón, en Huelva. Esta playa es larga y desierta, y en invierno más. Cerca de la caseta de la TV no hay nada, ni bares, ni apartamentos, ni nada. Solo el mar y las gaviotas.
Pues me contó que varias noches en que pasaba la noche allí, oía golpes en la puerta, abría y no había nadie. Daba la vuelta a la casa y ni un alma. Quiso que su mujer lo comprobara, y ella estuvo con él un par de veces. Oyó los golpes, salian fuera, y nada de nada.
Pero lo más inquietante, y eso sí que me hubiese dado miedo a mí si me llega a pasar, ay madre mía, es que decía que cuando se acostaba en la cama, a oscuras, claro, sentía como una de las esquinas de la cama se hundía como bajo el peso de alguien que se sentase allí, y estaba solo.
Ayayayayayayayyyy
Pero en mi familia somos más valientes que el Cid, y no se asustaba mi primo,. Aunque le entrase por la ventana toda la corte infernal y los fantasmas de toda Andalucía.
Otro día contaré algo que le pasó a Paco, y esto sí que tiene bemoles, más aún si cabe que lo que he contado, y que no he exagerado en nada.
Los romanos a los espíritus malignos o demonios les llamaban “hostes antica”, o sea, “el enemigo antiguo”. Brrr,,,,,
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