Ya hablé de mis peripecias en el colegio de Las
Teresianas (hoy Pedro Poveda), y ahora voy a seguir relatando las cosas
surrealistas que allí ocurrían. Supongo que si esto lo lee alguien menor de 50
años no se lo creerá, pero desgraciadamente todo es cierto, y no exagero nada.
Aún me quedo corta.
Ya hablé de uno de los curas que teníamos como profesores
de religión, el que se extasiaba ante las niñas tetudas de la clase. Pues
teníamos uno también muy pintoresco.
Había tres clases de curas, clasificación que me enseño
un señor que trabajaba conmigo, que era militar, porque como sobraban militares
en el Ejército, los trasladaban a servicios civiles, y este estaba en la
Oficina de Turismo de Palma conmigo: Curánganos, sotanoides y parroquidermos.
Los primeros eran los curas jovencitos que se creían muy modernos. Los
sotanoides eran los vejetes y encorvados, que llevaban sotanas tan viejas y
sucias que hasta brillaban. Y los últimos, al que pertenecía nuestro profe de
religión, que eran esos gordos y de cara roja, que parecían que iban a
estallar, de cuello ancho y que debían tener el colesterol por las nubes.
Pues el pobre hombre se ganó un mote que le pusimos: “Al
fin y a la postre”. Esto era porque tenía esta muletilla, que repetía
constantemente. Hay muletillas cortitas, que pasan casi desapercibidas, pero
esta era tan larga y evidente que lo notaba todo el mundo a los cinco minutos de oírle hablar. Nosotras
nos dedicábamos durante toda la clase a contarlas, y nos decíamos, con gran
perplejidad del hombre:
-¡Siete!
-¡No, ocho!.
Y así todo el
tiempo.
Pero el parroquidermo no era peligroso, era un pobre
hombre.
Tuvimos uno tremendo cuando hacíamos “ejercicios
espirituales”.
Una vez al año dedicábamos una semana a la meditación y a
sanear nuestras pobres almas de niñas del posfranquismo, llenas de prejuicios y
temores.
Yo me ponía contenta porque me divertía, estábamos una
semana sin estudiar ni dar clase ni hacer deberes, que era un coñazo para mí, y
solo podíamos leer mañana y tarde lecturas piadosas, como vidas de santos y
cosas así. La Biblia ni pensarlo, estaba prohibida. Había demasiadas historias
verdes para ponerlas en nuestras inocentes manos. Yo la tenía en casa y sí la
leía, e hice la mayor parte de mi educación sexual gracias a ella y a la
Enciclopedia Espasa. Mi madre me tenía bien sujeta y no me dejaba hacer nada, ,
pero dentro de casa no me ponía ninguna traba a mis lecturas, así que leía
cualquier cosa. Teníamos una biblioteca bien surtida.
La Biblia es muy
entretenida, aunque mucha gente que nunca la ha leído piense que es un peñazo.
Pues no. Tiene libros tan bonitos y tan sensuales como el Cantar de los
Cantares, que escribió Salomón para su amante Sulamita. A mí me ponía a cien.
En clase de religión y literatura, aunque no nos dejaban leerlo, nos decían que
era una parábola de la Iglesia y Dios. Amos anda… a otro perro con ese hueso.
Pues sí, la Biblia es como una novela de aventuras, y de
las verdes, pues hay en ellas adulterios, incestos, asesinatos, traiciones,
zoofilia y todas las perversiones de la vida real.
Pero sigo con lo de los ejercicios espirituales.
Teníamos un cura que nos reunia en la capilla y que era
un canalla, el tío. Se subía al estrado y desde allí nos decía que éramos unas
malvadas llenas de lujuria (esto siempre lo más importante) y de todos los
siete pecados capitales. Un día dijo: (¡qué cara!):
-
Si ahora os murieseis, TODAS, todas, iríais al
infierno.
Una chica que estaba delante
mio, y que era muy enfermiza, se desmayó con gran estruendo.
Yo, a aquel hombre, le odiaba.
Teníamos una teresiana
tremenda. Se llamaba Señorita Sánchez y estaba loca. Era una obsesa sexual,
aunque entonces yo no me daba cuenta. Y sádica además. Tenía la costumbre de
pedirnos la lección con un sistema inventado por ella que parecía digno de un
SS en un campo nazi. Nos hacía poner a todas de pie en semicírculo, alrededor
de la clase. La primera de la clase estaba en primer lugar, empezando por su
derecha (la del monstruo) y así iban siguiendo las niñas hasta que al final
estaba el pelotón de las torpes. Como yo era buena estudiante siempre estaba
entre las cinco primeras.
La cosa consistía en que hacía
una pregunta a cualquiera del semicírculo, y mientras la interesada pensaba la
respuesta, tenía una regla en la mano con la que daba rápidos golpecitos sobre
la mesa, capaces de poner nervioso a un muerto. La interesada pensaba, se
trabucaba y casi siempre no encontraba a tiempo la respuesta. Entonces seguía
por la de al lado, y si pasaba igual, daba un golpe fuerte de regla y la
siguiente. Cada día era una guerra de nervios. Porque la que no había atinado
con la respuesta tenía que ir al final, aunque fuera una empollona o muy lista,
pero si se ponía un poquito nerviosa, zas, reglazo y a la siguiente. Yo la
verdad entonces tenía los nervios bastante enteros y no me alteraba mucho, pero
otras sí. Una de mis amigas , de las pocas que conservé después del colegio, se
puso tan enferma, que sus padres la llevaron al médico, quien le dijo que por
las tardes no fuese a clase y descansase. Estuvo bastante tiempo así. Y era una
de las mejores. Pero aquella víbora era capaz de poner de los nervios a un
marine.
Otra cosa que tenía, ya lo he
dicho antes, es que era una obsexa. Nos leía cosas en una hora que había por
las tardes una vez a la semana que se llamaba “buenas noches”, y que se suponía
que era para “confraternizar” las niñas con las teresianas. Cuando nos tocaba
ella nos leía “El diario de Ana Frank”, y lo hacía como si nos leyese una
novela porno. Le echaba tanto morbo a un libro tan inocente, que ella lo
convertía en un pozo inmundo de sexo perverso. La amistad amorosa e infantil de
la prota con el hijo de los amigos de sus padres lo convertía en un pecado
nefando. Ella iba leyendo, y de pronto se paraba en seco, apretaba los labios y
se ponía colorada. Todas sabíamos lo que esto significaba.
-Esto no lo podéis saber…- decía, entre misteriosa y babeante.
-¡Por favor, por favor, léanoslo…!-decíamos nosotras, pensando
que sería algo tremendo de lujuria y desmelene.
Pues no, y nos quedábamos
imaginado qué podía haber escrito allí, y suponíamos mucho más, claro.
Si esto era una educación sana y normal, que baje Dios y lo
vea.
La educción franquista era así, para formar mujeres
dependientes de la clericalla , buenas madres de familia, piadosas , sumisas y
frígidas.
Menos
mal que yo, después de salir del maldito colegio, me hice una severa
introspección y me dí cuenta de lo que habían hecho conmigo, y me dí la vuelta como un
calcetín. Esto lo puedo decir con orgullo, pues haber aguantado la doble
nefasta influencia de las teresianas y de mi madre y haber sobrevivido tenía su
mérito. Lo malo es que lo pagué después con fuertes depresiones y crisis de
ansiedad. Pero me convertí en una mujer normal, no como ellas me habían querido
fabricar.
Lo
pagué caro con mi salud, y lo sigo pagando, pero valió la pena.
Con
el tiempo, y como era lógico, me afilié al Partido Comunista.
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