"El hombre-cazador debe esforzarse, por ejemplo, porque este duelo se aproxime al rigor que presidía los torneos medievales: armas iguales, condiciones iguales. Por sabido, la perdiz no podrá disparar sobre nosotros, pero nosotros quebraremos el equilibrio de fuerzas, incurriremos en deslealtad o alevosía, si nos aprovechamos de sus exigencias fisiológicas (celo, sed, hambre), de sofisticados adelantos técnicos (transmisores, reclamos magnetofónicos, escopetas repetidoras), o de ciertos métodos de acoso (batidas, manos encontradas) para debilitarla y abatirla más fácilmente. De aquí que yo no considere caza, sino tiro, al ojeo de perdiz y recuse la caza del urogallo -mientras canta a la amada, a calzón quieto-, por considerarlo un asesinato", decía el escritor en las páginas de El País en 1982
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Urogallo llamando a su amor |
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