pieles no
miércoles, 23 de enero de 2013
Los estragos de la virtud (2)
Aquí sigo contando lo que pasaba en el colegio de Las Teresianas (ahora Padre Poveda), cuando tuve la desgracia de tener que estar allí dentro durante 10 años 10 de mi vida.
Ya dije que allí nos enseñaban sobre todo religión, que no era una maría, sino una de las asignaturas más importantes, sino la primera. A mí se me daba bien, igual que todas las vaguedades, como la Filosofía y cosas por el estilo. Y como hay pocas cosas más vagas que la religión, sobre todo la católica, pues todo el folklore del Espíritu Santo, trinidades, vírgenes que parían hijos y otras memeces las comprendía más o menos , sabía explicarlas después a los curas que impartían estas extrañas doctrinas, impropias de un cerebro bien amueblado. Pero como ya digo, que el mío era dado a la comprensión de lo incomprensible, yo dentro de aquellos extraños desiertos mentales en los que la lógica más somera se perdía y se mareaba, navegaba con brazo firme agarrada al timón de tanta imbecilidad junta.
Además, todas estas entelequias dogmáticas tenían la virtud (¡claro!) de entretenerme y cuando el cura de turno me sacaba a la tarima yo le soltaba la sarta de estupideces del día e iba y me ponía un diez.
Teníamos dos curas en plantilla. Uno al que llamaré DJJ porque me parece feo nombrarlo aquí, que nunca se sabe por donde navegan mis escritos, y lo mismo leen mi blog en una comunidad taoísla de Camboya (como me ocurrió hace poco) que algún sobrino, hijo o nieto-a del antedicho profe de religión.
Pues don JJ no era gay, como casi todos sus compañeros que habían pasado por el Seminario. Ahora que viene bien quiero aclarar que al seminario acudían tres clases de chicos: Los que eran pobres y sus padres querían que se metieran a curas porque así recibirian instrucción, serían respetados y vivirían del cuento y de los contribuyentes toda su vida; una mínima parte que se metía por vocación; y la tercera, los homosexuales que querían vivir tranquilamente sin levantar sospechas. Porque en tiempo de Franco, si eras gay te fusilaban, por lo menos. Y nadie malpensaba de que a un cura no le gustasen las mujeres, es más, lo veían como una señal de castidad y era más admirado. Lo que pasaba es que los curitas estos solían estar rodeados de niños, para el catecismo y lo que se terciara. Y los pobres niños (no siempre, para ser justos…pero vaya…) acababan con sus culitos al rojo vivo.
Pues como empecé el párrafo anterior, don JJ no era gay. Y le gustaban las tías tetudas. Tenía la costumbre de sacarnos a decir la lección de dos en dos, y a mí, que era la más joven de la clase y considerada la más inocente, me hacían salir siempre junto a una bien dotada para que no me diese cuenta de las miradas lúbricas del pater a mi compañera de clase. Pero yo lo veía todo. Yo decía mis parrafadas de un tirón, y la otra solía ser una que era más tonta que una patata, y que de dogmas místicos entendía poco, pero que tenía una buena delantera. Yo la veía retorcerse como una culebra delante de don JJ y al curita le salía la babita por las comisuras de la boca. Uyyyyyy, y qué guistirrinín debía pasar nuestro reverendo. Mientras y despuésssssss…
No quiero seguir por este camino, pues no pretendo que esto sea una mala copia de Justine, pero la verdad es que las tetudas que sabían contonearse a mi lado o al lado de otro alma cándida (que no había muchas, la vedad) siempre aprobaban la religión con un 5. Yo la aprobaba con un 10, sin tetas ni retorcimientos. Ya dije antes que las vaguedades místicas se me daban muy bien.
Cada día, por la tarde y antes de irnos a casa, teníamos que pasarnos dos horas en la capilla rezando el rosario, tropecientas letanías y ya no recuerdo cuantas oraciones más. Como yo era poco pìadosa –excepto cuando me obligaban o cuando me volvía mema (que esto también me ocurría, sumida en aquel ambiente surrealista), pues yo me zafaba cada día del dichoso rosario de las narices, porque estaba en connivencia con la portera, que era una chica veinteañera que debía ser roja, o atea o algo así, porque me abría la puerta cuando todas estaban ya rezando dirigidas `por la Directora. Mi truco era el siguiente: Cuando terminaba la ultima clase de la tarde y teníamos que formar para entrar en la capilla, como que éramos muchas, nos poníamos nuestros velitos y nos colocábamos en fila. Yo lo hacía, pero aprovechando el tumulto y el que la teresiana de turno miraba para otro lado, me iba a los retretes y me encerraba en uno. Yo esperaba que toda la muchedumbre infantil y las teresianas que las pastoreaban se fueran a la capilla, y cuando estaban dentro, yo salía de mi váter, ya con mi cartera y todos los trastos,que había cogido subrepticiamente, y atravesaba el larguísimo pasillo rauda y silenciosa como un apache, camino de la puerta de salida, donde me esperaba la estupenda portera. Y así cada día.
No me cogieron nunca. Llegué a ser una experta en evasiones.
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