La quietud sujetó con recia mano
al pobre perro inquieto,
y para siempre
fiel se acostó en su
madre
piadosa tierra.
Sus ojos mansos
no clavará en los míos
con la tristeza de
faltarle el habla;
no lamerá mi mano
ni en mi regazo su
cabeza fina
reposará.
Y ahora, ¿en qué sueñas?
¿dónde se fue tu
espíritu sumiso?
¿no hay otro mundo
en que revivas tú, mi
pobre bestia,
y encima de los cielos
te pasees brincando al
lado mío?
¡El otro mundo!
¡Otro... otro y no éste!
Un mundo sin el perro,
sin las montañas blandas,
sin los serenos ríos
a que flanquean los
serenos árboles,
sin pájaros ni flores,
sin perros, sin
caballos,
sin bueyes que aran...
¡el otro mundo!
¡Mundo de los espíritus!
Pero allí ¿no tendremos
en torno de nuestra alma
las almas de las cosas
de que vive,
el alma de los campos,
las almas de las rocas,
las almas de los árboles
y ríos,
las de las bestias?
Allá, en el otro mundo,
tu alma, pobre perro,
¿no habrá de recostar en
mi regazo
espiritual su espiritual
cabeza?
La lenuga de tu alma,
pobre amigo,
¿no lamerá la mano de mi
alma?
¡El otro mundo!
¡Otro... otro y no éste!
¡Oh, ya no volverás, mi
pobre perro,
a sumergir los ojos
en los ojos que fueron
tu mandato;
ve, la tierra te arranca
de quien fue tu ideal,
tu dios, tu gloria!
Pero él, tu triste amo,
¿te tendrá en la otra
vida?
¡El otro mundo!...
¡El otro mundo es el del
puro espíritu!
¡Del espíritu puro!
¡Oh, terrible pureza,
inanidad, vacío!
¿No volveré a
encontrarte, manso amigo?
¿Serás allí un recuerdo,
recuerdo puro?
Y este recuerdo
¿no correrá a mis ojos?
¿No saltará, blandiendo
en alegría
enhiesto el rabo?
¿No lamerá la mano de mi
espíritu?
¿No mirará a mis ojos?
Ese recuerdo,
¿no serás tú, tú mismo,
dueño de ti, viviendo
vida eterna?
Tus sueños, ¿qué se
hicieron?
¿Qué la piedad con que
leal seguiste
de mi voz el mandato?
Yo fui tu religión, yo
fui tu gloria;
a Dios en mí soñaste;
mis ojos fueron para ti
ventana
del otro mundo.
¿Si supieras, mi perro,
qué triste está tu dios,
porque te has muerto?
¡También tu dios se
morirá algún día!
Moriste con tus ojos
en mis ojos clavados,
tal vez buscando en
éstos el misterio
que te envolvía.
Y tus pupilas tristes
a espiar avezadas mis
deseos,
preguntar parecían:
¿Adónde vamos, mi amo?
¿Adónde vamos?
El vivir con el hombre,
pobre bestia,
te ha dado acaso un
anhelar oscuro
que el lobo no conoce;
¡tal vez cuando
acostabas la cabeza
en mi regazo
vagamente soñabas en ser
hombre
después de muerto!
¡Ser hombre, pobre bestia!
Mira, mi pobre amigo,
mi fiel creyente;
al ver morir tus ojos
que me miran,
al ver cristalizarse tu
mirada,
antes fluida,
yo también te pregunto:
¿adónde vamos?
¡Ser hombre, pobre
perro!
Mira, tu hermano,
ese otro pobre perro,
junto a la tumba de su
dios, tendido,
aullando a los cielos,
¡llama a la muerte!
Tú has muerto en
mansedumbre,
tú con dulzura,
entregándote a mí en la
suprema
sumisión de la vida;
pero él, el que gime
junto a la tumba de su
dios, de su amo,
ni morir sabe.
Tú al morir presentías
vagamente
vivir en mi memoria,
no morirte del todo,
pero tu pobre hermano
se ve ya muerto en vida,
se ve perdido
y aúlla al cielo
suplicando muerte.
Descansa en paz, mi
pobre compañero,
descansa en paz; más
triste
la suerte de tu dios que
no la tuya.
Los dioses lloran,
los dioses lloran cuando
muere el perro
que les lamió las manos,
que les miró a los ojos,
y al mirarles así les
preguntaba:
¿adónde vamos?
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