Yo tuve que sufrirlo, de los cinco a los quince años, en el colegio de Las Teresianas que ahora se llama Pedro Poveda en honor a su santo fundador. Ya podría habérsele ocurrido otra cosa al hombre,
y aunque supongo que las teresianas de ahora son un poco más abiertas, recuerdo los 10 años que pasé en esta maldita Institución Teresiana como una condena. Era mi Auswichtz particular. Y que perdonen los que han estado en campos de exterminio, pero estropear la infancia de una niña y que lo recuerde con espanto, tampoco es moco de pavo. Podría escribir una novela con las cosas que pasaban allí, en plena era franquista. Tengo amigas sumisas que recuerdan aquel antro con cariño, y que cuando les hablo mal no lo entienden, pero la sumisión nunca ha sido mi fuerte. Allí comprendí y reinventé la resistencia pasiva, pues si alguna vez me rebelaba, llamaban a mi madre y me ponían tibia. Luego mi madre decía que era una cobarde, y que nunca sería como ella, y esto me dolía muchísimo. Pero nadie hizo nada por sacarme de Singsing. Sólo mi padre, que me decía que cuando me insultasen, les diese patadas en las espinillas, "que ahí duele mucho". Yo lo hacía, y pasaba los recreos patada va, patada viene. Entonces llamaban a mi madre, quien me reñía por bruta.
El colegio antiguo (ahora tienen uno superestupendo en las afueras de Palma) era un amasijo de casas y corrales que ocupaban toda una manzana, y que yo podía ver desde la ventana, pues estaba justo delante de donde yo vivía. Por eso me mandaron ahí. Hasta que ya fui algo mayorcita mi madre me acompañaba y me iba a buscar, y las niñas se reían de mí, hasta que le dije que podía ir perfectamente sola.
Las niñas (todas no, tenía dos o tres amigas, o al menos que no se metían conmigo) estaban siempre burlándose de mi vocabulario, pues yo, que hasta los tres años viví donde nací, en Zaragoza, allí sí que fui feliz, y jugaba con la hija de la portera. Pero cuando a mi padre le destinaron a esta isla del diablo, Mallorca, todo cambió. Yo hablaba muy bien el español, porque en Aragón tienen un castellano muy rico, y empleaba palabras que ellas no habían oído nunca antes y por eso me llamaban cursi y repipi. Cuando se es pequeña esto duele mucho, y lo notaban. Entoces se ensañaban más.
Empecé en el colegio a los cinco años, pues desde que nos mudamos a Mallorca, con un clima tan diferente del de Zaragoza, me sentó fatal, y yo que allí era una niña sanísima en Palma no paraba de coger enfermedades. No había vacunas y lo pillaba todo: Varicela, escarlatina, sarampión...etc.etc.
Por eso hasta los cinco años tenía una profesora particular, que se llamaba Caridad Segura, y me enseño a leer y escribir, y aunque tenía un físico que recordaba al ama de llaves de Rebeca, la verdad es que siempre me trató bien y con cierto cariño.
Luego, me metieron en Singsing.
Yo había conservado algunos tics porque había tenido eso que antes se llamaba baile de San Vito, y los médicos de entonces no entendían nada. Pues las niñas se reían de mis movimientos convulsivos, y las teresianas, que lo oían y veían, se reían también con las otras alumnas de mí, y jamás me ayudaron, al contrario. Hacían chistes sobre mí, y no les afeaban su conducta las nefastas monjas de paisano, aquellas que debían defenderme.
Supongo que las teresianas del Pedro Poveda ya no hacen estas cosas, pero a mí me enseñaron a odiar. ¡Dios, y cómo las odiaba! Me ahogaba de la rabia contenida.
Porque aquellas mujeres con el coño lleno de telarañas eran todas unas solteronas amargadas y todas también unas obsesas sexuales. Este era el EL PECADO, el sexo. Nunca nos hablaban de caridad y amor al prójimo. Había que ser, y mantenerse casta, como decía mi madre, que "tu cuerpo es la urna del Espíritu Santo" y no dabía mancillarlo. Pero algo sí lo mancillaba porque me dedicaba a prácticas exploratorias en mi propio cuerpo y sabía que aquello que me decían era mentira. Que si un dia me casaba- decíame mi madre- tendrás que hacer cosas que tal vez te repugnen, pero te tocará fingir. En esto se equivocó de medio a medio, y además yo sabía que era mentira.
Y las teresianas igual. Recuerdo, y esto lo notábamos todas, que cuando venía al colegio algún elemento masculino, por ejemplo, un electricista o fontanero para arreglar algo, había una en especial, la Señorita Sánchez, que corría a recibirlo y mientras hablaban de grifos y cosas así la mujer se ponía tan colorada como si estuviera desnuda, y sus ojillos miopes detrás de una gafas de culo de vaso, brillaban encendidos. Solo le hubiera faltado desmayarse. Y nosotras lo sabíamos , y nos dábamos cuenta, excepto algún alma cándida.
Cuando las internas tenían que bañarse, no les dejaban correr el pestillo, y fuera había una teresiana escuchando que el agua corriese y que no se metieran mano. Si no se oía ruido de fregoteo con la esponja, bronca segura.
La Srta. Sánchez era, además de obsexa, como todas las otras, una sádica. Menos mal que conmigo no se metía mucho, pero una amiga (todas las que no se reían de mí las consideraba amigas)enfermó de los nervios tan gravemente que por perscripción médica solo iba a colegio por las mañanas, y las tardes descansaba en su casa. Curiosamente esta chica también tenía un pequeño tic, pero es que los míos eran de más categoría y con ella no se metían las demás.
Porque los métodos pedagógicos de la Srta. Sánchez (que era lisa como una tabla, porque muchas se comprimían el pecho con fajas y bandas para no marcar nada) era dignos de Mengele.
Nos hacía poner a todas en círculo, la primera la más estudiosa, la estrella de la clase, que lo mismo sabía de matemáticas que de latín: qué prodigio, no se equivocaba nunca. Después venía la segunda de la clase, luego la tercera que solía ser yo, porque estudiaba mucho para no perder ni un curso porque la idea de permanecer un año más en aquel sitio me aterraba y sacaba muy buenas notas, menos en Matemáticas, que en los exámenes lo copiaba todo.
Entonces no se podía pasar, como ahora, al curso siguiente sin haber aprobado el anterior, cosa que me parece bien.
La pobre chica que enfermó por culpa de aquel monstruo también estaba, como yo, casi siempre en los primeros puestos, pero la fiera sedienta de nuestro sudor .se ensañaba con ella.
Cuando estábamos todas en círculo, hacía una pregunta a cualquiera , y, estuviese detrás o delante, si contestaba mal, se iba a la cola, algo así como en el juego de la oca.
Yo, la verdad, pasaba bastante porque solía saber las respuestas, pero mi amiga la que enfermó pasaba un verdadero calvario, pues la tipa, inmediatamente después de formular la pregunta,, con una regla que tenía, tamborileaba encima de la mesa unos segundos, y si no contestabas enseguida daba un golpe fuerte lo que significaba ir al último puesto. Mi compañera, que estudiaba una barbaridad, más que yo, se ponía nerviosísima (y todas...) con aquel repiqueteo y no le salían las palabras, y el golpe fuerte era para ella como la caída de la guillotina. No me extraña que enfermase.
La sádica también, en un espacio de tiempo al final del día que llamaban buenas noches o buenas tardes, no lo recuerdo bien, nos leía (¡qué procacidad!) El Diario de Ana Frank. De vez en cuando se paraba, se ponía colorada como un tomate, se le perlaba la frente de sudor, y seguía leyendo, diciendo "esto no lo podéis leer vosotras". Yo he leído ese libro, y es completamente blanco, pero en su mente desviada encontraba -digo yo- menciones sexuales, tal vez porque Ana Frank estaba enamorada del hijo de la otra familia que estaba escondida con la suya en el Ámsterdam ocupado por los nazis.
Una vez ocurrió una cosa que me dio mucha pena. La Sánchez, a una niña, que se llamaba Antonia Garau (me parece que la estoy viendo)por el terrible pecado de haber arrancado unas hojas de un cuaderno, le ató las manos con una cuerda y la tuvo toda la mañana encima de la tarima, cara a nosotras, y la pobre no paraba de llorar de vergüenza. Fue una infamia.
Y este era mi cada día. Cuando teníamos ejercicios espirituales venía un cura que nos decía que iríamos todas al infierno, y una pobre chica que estaba muy débil se solía desmayar. Pero a mí también me metían escrúpulos y sufría mucho. Había cosas que no me atrevía a contarle al cura cuando me confesaba, y luego había que ir a comulgar, y yo pensando que estaba en pecado mortal y me iría seguro de cabeza al infierno. Tanto miedo pasaba, que a veces, en la fila del comulgatorio, me cagaba en las bragas.
Pienso que hacer esto a una niña es un crimen, porque tengo unos recuerdos muy tristes de mi infancia.Entre las enfermedades y las teresianas, éstas eran lo peor.
Fue unos de los días más felices de mi vida cuando por fin terminé y ya no tenía que volver nunca más.
Y todavía ahora, a estas alturas de mi vida, cuando recuerdo aquellos tiempos, me digo:"¡Qué felicidad, no tengo que ir al colegio nunca más".
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