En abril hará 15 años que murió mi madre. Fue en 1997. Estaba muy mal de los bronquios y había pasado un invierno fatal, teniendo que dormir sentada en la cama y con varios almohadones en la espalda, porque se ahogaba. Pero todo lo aguantaba con tal de no acudir al médico, que le causaba pavor. Sabía que la ingresarian en una clínica, y le daba muchísimo miedo. Al final tuvieron que hacerlo, pero la doctora que la atendía, que se llamaba Moggi, era japonesa y especialista en enfermedades respiratorias, dijo que no la quería más como paciente, pues cuando le ponían las vías en el brazo se las arrancaba, y las pastillas que le daban las tiraba. O sea que volvió a su casa para morir. Ella sabía bien que le quedaba poco tiempo. Arregló todo lo que consideró conveniente. Unos libros incunables que tenía sobre el Monasterio de Poblet hizo que viniera a buscarlos un monje de ese monasterio, y regalo bastantes cosas que tenían que haber sido para mí, entre ellas un valioso chal bordado en plata que pesaba lo suyo porque había más plata que encaje,que me parece se lo dio como regalo de boda a una asquerosa vecinita que le hacía mucho la pelota. Fue un regalo de mi abuelo de Sevilla al casarse, y que había pertenecido a su padre, que había sido gobernador de Filipinas. También desaparecieron varios abanicos antiguos muy valiosos y bastantes joyas. Lo único que pude salvar fue el mejor de los abanicos, que es de marfil y tallado como si fuera de encaje, una maravilla, y eso porque se lo choricé a mi madre antes de que fuera tarde.
Mi madre, tres meses antes de morir, ya sabía que le quedaba poco tiempo de vida. Me dijo que no fuese a verles, a mi padre y a ella, que ya hablariamos por teléfono. Estaba muy enferma y no paraba de toser y ahogarse. Yo me puse muy contenta de no tener que ir a su casa, pues no me gustaba nada, y solo tenía ganas de volver a la mía. Pero un día me llamó de forma particular el que era el médico de la familia, Dr. Estrany, y me dijo que ella estaba ingresada en la Clínica Miramar, y que fuera a verla, que estaba muy mal. Yo le pregunté si se estaba muriendo, y me contestó que pues más bien sí, y entonces yo cogí un taxi y me fui a verla. Estaba en una de las habitaciones de urgencias, que son solo un cubículo temporal. Pero murió allí. Yo oia la voz de la Dra. Moggi en el pasillo, pero sabiendo cómo mi madre la odiaba y la temía, no quise llamarla. Creo que hice bien. Mi madre se fue colapsando y yo me dí cuenta de que estaba en la agonía. Me senté en su cama y la cogí la mano y se la apreté. Era la primera vez que lo hacía, pero pensé que la ocasión lo requería, y que no se enfadaría, dadas las circunstancias. No se enfadó, y después de un rato alargó el otro brazo hacia mi padre, quien no se estaba dando cuenta de nada, y, poco acostumbrado a esas efusiones emotivas por parte de mi madre, se extrañó muchísimo y le preguntó que qué le pasaba. Yo no le dije nada. No sé si hice bien. Ella me dijo que cuidara del perro de ellos.”-Cuida de Bito”- me pidió, y yo le contesté que no se preocupase. Claro que lo hicimos, mi padre y yo.
Después de esta despedida, yo me quedé hasta su muerte. Ella me dijo que me fuera, pero no le hice caso. Ella en un momento dado cerró los ojos y comprendí que era el fin. Al cabo de un ratito tuve esa especie de ronquido que es el estertor de la muerte, y mi padre, que estaba en Babia, me comentó riendo:”-¡Y ahora duerme, y hasta ronca!”.
Joder, qué fuerte. Yo le dije adiós y me fui corriendo a escape a mi casa. No sé por qué tuve esta reacción tan rara, pues lo lógico hubiera sido decirle a mi padre que había muerto y quedarme allí con él. Pero no lo hice.
Luego me dijo que al cabo de un rato de irme había entrado la doctora y se habían asustado cuando habían visto el panorama, que habían hecho que él se fuera al pasillo y que habían tratado de reanimarla con un desfibrilador, pero fue imposible. Había pasado demasiado tiempo ya. Yo pensé que era lo mejor para todos.
Mi madre, un año antes, o más, me había dicho que en un cajón de la mesa del despacho había una carta póstuma para mí, y que solo tenía que leerla cuando hubiera muerto. Yo le dije que probablemente estaba llena de insidias y reproches y que me haría sentir fatal el resto de mis días, y me dijo que no, que qué va.
Cuando en casa de mi padre, éste, Paco y yo estuvimos viendo los papelotes de mi madre, apareció la dichosa carta. Mi padre la leyó, puso cara de rabia y la rompió en mil pedazos, meneando la cabeza. Se lo agradecí una barbaridad. Malditas las ganas que tenía yo de leer la cartita de marras.
Hubo dos cosas raras después de morir mi madre. La más extraña fue lo que mi padre me dijo cuando ella estaba aún en la morgue antes de enterrarla.
-Tu madre no era una buena persona.- me dijo.
Yo me quedé extrañadísima de esta confesión, que la hizo sin rabia, como si tal cosa. Bueno, eso yo ya lo sabía, pero me chocó que me lo dijera entonces..
Pasado algún tiempo, me encontré con una señora amiga de ella, y estuvimos hablando de sus últimos momentos. Yo le dije que sus últimas palabras habían sido: “Cuida de Bito”. La buena señora se creyó que era así como mi madre llamaba a mi padre, y me dijo:
-“¡Oh, qué conmovedor, que en sus últimos momentos te encargara que cuidases de tu padre.!”
-“Pero si Bito era el perro…”- contesté yo.
La señora puso una cara indescriptible y se fue sin decirme ni pío.
Cuando pude considerar que era real que mi madre había muerto, tuve una sensación muy extraña, que nunca pensé que pudiera ser. Me entró una alegría enorme, y una sensación de libertad, como si acabara de salir de presidio. No me había dado cuenta que durante toda mi vida había estado bajo su férula, y ahora ya no lo estaba. Que era libre, vaya. Entonces comprendí qué era la libertad.
Y eso es lo que pasó.
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